Día 21 Capricho de cuarentena

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Día 21 de escritura – Día 69 de cuarentena

“Estamos a pocos días de la nueva normalidad” dicen los diarios mexicanos. Me pregunto cómo quieren que nos adaptemos a una nueva normalidad impuesta, si la modalidad de supervivencia que nos enseñaron sigue siendo la misma.

Si el sistema no cambia, no puede existir una nueva normalidad. Lo que vamos a salir a hacer es a enfrentarnos al desempleo, al enojo por el encierro, a la depresión por el luto de una antigua vida y a la angustia masiva por la falta de dinero – bueno, tampoco es que sea una novedad -.

En México “la nueva normalidad”, que comienza el 1 de junio, se regirá por un semáforo. Los estados con mayor ocupación hospitalaria quedarán en rojo y solo podrán realizar actividades esenciales. Los estados en amarillo y naranja podrán abrir otro tipo de negocios, y las personas podrán salir en masa a lugares concurridos, una masa de entre el 30% y el 60% de la que ocupaba espacios en la antigua normalidad – ¿así se llamará?- Y los estados en verde podrán regresar casi casi, a la vida que tenían antes, repito, casi. El semáforo irá cambiando según el avance del virus.

Ya veo en una semana a todos volcados en la calle sin importar colores, agrupándose en parques, avenidas y centros comerciales. Los gobernantes de estados como Quintana Roo – Riviera Maya – que viven básicamente del turismo, están pidiendo al gobierno central que este tipo de actividades de entretenimiento se declaren como esenciales, pues hay más de 80.000 desempleados en solo un estado.

Estamos afanosos de llegar al 1 de junio, afanosos de terminar algo que apenas comienza.

Y aunque parece que la cuarentena ya no existiera, yo sigo en mi casa mirando desde la ventana como lo he hecho durante los últimos 69 días. Leí que la pandemia tendrá su final biológico y su final social, el segundo, es cuando la gran mayoría sientan que el virus ya no existe y el desastre que ha dejado lo vivan únicamente los más vulnerables. Creo que estamos entrando en este final, el riesgo, es que el final biológico se demore mucho más en llegar.

Aunque la “nueva normalidad” llegue el 1 de junio según el señor Lopez Gatell, que ha ido tomando reconocimiento mundial por su pésima y a la vez por su magnífica labor durante la pandemia – todo depende de la perspectiva – estoy consciente que será muy difícil vivir del turismo.

Yo me siento estancada en el semáforo en rojo, pues cuando no trabajaba en el turismo vivía de turista recorriendo países y atravesando fronteras. Tremendo frenazo que ha decantado en pensar cómo viviré por un largo rato.

Y toda esta parafernalia para hablar de un capricho de cuarentena, que tuve que solventar con un nuevo invento en la cocina. ¿Han pensado en lo creativos que nos hemos vuelto estando encerrados?

Mi papá encontró una pasión que tenía escondida. El hombre es un ingeniero civil a rajatabla, nunca lo vi haciendo otra cosa que no fueran planos. Cuando le dije que estudiaría biología me insistió que al menos estudiara ingeniería ambiental – por aquello de la ingeniería -.  Imagínense su reacción cuando le dije que mejor estudiaba diseño gráfico.

Después, fue una película de terror cuando le comenté que lo del diseño me gustaba, pero que al graduarme mejor me iba a recorrer Suramérica de mochilera, y fatal cuando mejor le puse el diseño a los pasteles y me dediqué a enmugrar la cocina con harina y fondant.

La vida nos hizo evolucionar con los años a ambos y comenzamos a entendernos. Un día me pidió que hiciera un Excel con un itinerario y con el presupuesto para irse con mi mamá a viajar por Argentina y Uruguay. La cuota de cambio la puse organizando viajes –  cuando para mí lo único necesario era meter la ropa en una mochila – y su cuota la puso permitiendo hospedarse en hostales e irse con bajo presupuesto.

Los acontecimientos nos llevaron a ver con respeto y con agradecimiento la vida del otro. Sin embargo, me quedaba una pregunta: ¿qué hará cuando se pensione si cuando no viaja solo le gusta hacer planos? Jamás se me ocurrió preguntarme que haría cuando estuviera en cuarentena en medio de una pandemia, porque jamás se me ocurrió que algo así pudiera suceder, pero obtuve la respuesta y creo que él también: a falta de trabajos de ingeniería se convirtió en chef.

Ahora se volvió experto en preparar salmón, hacer crepes de camarones, torta de macarrones con queso, bandeja paisa, fríjoles con pezuña y me pidió que le enseñara vía online a hacer postres y pasteles.

Empezamos con esponjado de maracuyá y pie de limón, y ya vamos en torta de chocolate y próximamente tiramisú. Las clases me hicieron recordar que además de viajera me siento pastelera.

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El capricho:

A través del celular mi papá me muestra mi batidora turquesa, esa que conseguí ahorrando durante seis meses y a la que me falta comprarle los accesorios para hacer helado, pan y raviolis. Comienzo entonces a extrañar el olor a pastel, mis manos envueltas en harina, el sabor de la masa de galletas, el horno que calienta la cocina en las noches bogotanas. Aquí no tengo horno, ni batidora, mucho menos cortadores, ni moldes en forma de corazones.

La idea de tener una pastelería me ronda nuevamente la cabeza, pero aquí no, no en Playa del Carmen, aquí todos comen pastel de Starbucks. Quiero un lugar pequeño donde los pasteles y el café sepan a amor y no a franquicia. Me desespero pensando en que lo quiero ahora. ¡Pero ahora no es posible!, me ubico yo misma en el presente y pienso como calmar la ansiedad por la pastelería, mientras mi papá juega con mangas pasteleras y derrite chocolate.

Abro la nevera y encuentro en un rincón una mini caja de crema de leche. Es un comienzo, la mayoría de recetas que hago la llevan. La pongo en el tarro desocupado de yogurt, que está destinado a hacer la mezcla de pancakes mañaneros. Pienso en hacer una crema chantilly a pulso, con el tenedor, para ponerla encima del café y darle un toque especial, pero en casa de pastelera no hay azúcar.

Amo los pasteles, pero no me verán ponerle un gramo de azúcar al café. Es tal mi deleite por la pastelería, que pienso que al azúcar y a la grasa se les tiene que dar un buen uso, no son para atragantarse, son para disfrutarlos. A Re le sorprende que no me gaste 200 pesos mexicanos en una camiseta, pero que si los gaste en un helado artesanal.

No hay azúcar, pero casi todo tiene azúcar, algo debemos tener en la despensa. Reburujando encuentro un sobre de chocolate en polvo, que venía entre la caja con el mercado que repartió el gobierno de Quintana Roo al empezar el confinamiento.

Bato con fervor la crema de leche. Tengo la esperanza de montarla nivel batidora, es decir, nivel crema chantilly de Creps & Waffles – para los no colombianos, es un restaurante colombiano que vende unos helados extravagantemente ricos – . El brazo se me cansa, ya hice el workout de brazos de la semana. Me duelen la muñeca, los biceps, los triceps y hasta el pecho.

La crema no queda como para decorar un helado, pero se sostiene. Le pongo una cucharada de chocolate, pruebo, otra más, vuelvo a probar, un par más y sabe perfecto.

¿Con que puedo mejorar la consistencia? Re compró leche en polvo para que su café quedara más espumoso, si esa es su lógica, la mía es que también servirá para la mezcla. Añado dos cucharadas soperas, bato con el tenedor… et ¡voilà! – sigo tomando clases de francés en cuarentena – una mezcla esponjosa, chocolatosa y deliciosa.

¿Y qué puedo hacer con esto?, digo, algo más creativo que crema para el café.

Tengo una iluminación de pastelera. Agarro el recipiente que venía de regalo con la mantequilla, al que no le había dado uso y lo convierto en molde para helado. Vierto la mezcla, le agrego trozos de un chocolate con arroz inflado que tenemos reservado en la nevera y lo meto al congelador.

Cinco horas intentando no ver cómo va la mezcla. Si queda bien habré saciado mi capricho de cuarentena, de no ser así, lo repetiré hasta volverme a sentir una verdadera pastelera. Lo que más disfruto de esto es hacer magia con lo que haya a la mano. Sin máquinas para hacer helados, sin ver recetas en Youtube, sin ceñirme a las reglas del heladero artesanal que seguramente dirá que mi creación es un sacrilegio.

El sonido de la cuchara revela que la preparación ha sido un éxito. No es hielo achocolatado, tampoco es pudín. Es un helado cremoso que alivia el capricho y me da la seguridad de saber que, si los viajes constantes se vuelven asunto del pasado por la pandemia, tendré a la pastelería esperando por mí y yo por ella.

Al final, nadie nos podrá decir qué será normal y que no. Cada uno de nosotros creará su propia “nueva normalidad” y de nosotros, como individuos, dependerá si vivimos apegados al pasado intentando regresar a una vida que se esfumó, o si nos desapegamos y le damos espacio a nuevas perspectivas.

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Lee aquí otro post de esta serie: Día 20. ¿Qué tal si dejamos de pensar que tenemos la razón?

Cada una de las fotos que subo en este diario son recuerdos de libertad, para que el día que la máquina se vuelva a activar no se me olvide que poder trabajar, respirar, abrazar, caminar, ver el mar o solo poner un pie en la calle ya son motivos de agradecimiento infinito. Los quiero y los abrazo desde este pedacito de mundo en medio de una pandemia que tiene a la humanidad en stand by.

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Natalia Méndez Sarmiento

Natalia Méndez Sarmiento

Voy por el mundo con una mochila al hombro y una libreta recolectando historias, experiencias, sensaciones, conociendo personas, disfrutando paisajes y escribiendo para difundir mi pasión por los viajes.
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1 comentario en “Día 21 Capricho de cuarentena”

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