Día 20 de escritura – Día 60 de cuarentena
Durante los últimos dos meses nos hemos adaptado cambiando rutinas, y hemos mantenido la paciencia en medio del encierro al que no quieren que llamemos por su nombre.
Expectantes, hemos tratado de reinventarnos y ser creativos para sobrevivir a la economía en declive, y al abrumador torrente de emociones que deviene con el hecho de no saber si guardarnos en casa funciona, si estamos perdiendo el tiempo, o si, por el contrario, estamos actuando de manera correcta para evitar colapsos en el sistema de salud.
Ya se siente la desesperación. Cada vez son más quienes exigen libertad y reclaman la inutilidad del confinamiento. La desconfianza crece, a diario se suman más adeptos a las teorías de conspiración, que aseveran que hemos sido engañados y que todo es una mentira desquiciada para mantenernos bajo control.
El discurso de los incrédulos ha ido cambiado. Antes se decía que los gobiernos y los medios nos mentían en los números, y que estos debían multiplicarse hasta por ocho para acercarnos a la verdad. Ahora se dice que son menores a los publicados y que ese cuento de casi 5 millones de infectados es una exageración. Que a cualquier enfermo de gripa lo enumeran como contagiado de Covid y a un fallecido por cáncer lo cuentan como fallecido por neumonía.
Entre más países dan por terminada la cuarentena obligatoria, más crecen los reclamos y la desesperación de quienes siguen en esta. Se hacen comparaciones de las medidas adoptadas entre países del primer mundo con una baja densidad de población, y con una sociedad adaptada a seguir las normas porque el gobierno se ha ganado su confianza, junto a países superpoblados cuya cultura está adaptada a la ley del más vivo, y donde los gobiernos son circos encochinados a los que es imposibles creerles.
Han vuelto la rabia y la polarización. Los que abogan por seguir en casa, amenazan a los que piden que acabe la cuarentena: “salga a la calle con su bebé y firme una carta en la que declare que cuando se esté muriendo por Covid no va a utilizar una cama de la UCI, se la va a dejar a los que sí somos conscientes” – no lo digo yo, es un comentario real que vi en redes sociales – Por el contrario, los que abogan por la libertad se jactan de su prodigiosa inmunidad a la manipulación gubernamental y mediática: “es difícil hacer esfuerzos de pensamiento crítico, ¿cuándo se van a dar cuenta que los están manipulando?, es increíble que sean tan idiotas de regalar su libertad por miedo” – también es real -.
Me siento viendo una partida de ping pong. He perdido la confianza en todo. Dudo mucho que la cuarentena para evitar contagios sea una manipulación de los “poderes ocultos” para controlarnos, pero sí es absurdo que nos pidan – obliguen – permanecer en casa por más tiempo sin concretar soluciones viables al desempleo, al hambre y a los potenciales problemas psicológicos que causan meses de confinamiento sin la seguridad de un final tangible.
No creo en los datos, ni en la OMS, ni en los gobiernos, pero tampoco en las teorías oscuras basadas en llevar la contraria para sentirnos menos manipulables, ni en alguien que quiera tener la razón arbitrariamente.
Hasta ahora, quería creer en la humanidad y en su capacidad para adaptarse y reinventarse, para sentir empatía y solidaridad, y para trabajar como colectivo en desarrollar ideas que nos sacaran del hoyo a todos sin discriminar nacionalidad o posición social.
Esta es la gran utopía, – no digo que es solo mía porque estoy segura que algún soñador por ahí pensará igual -. Entre casi ocho mil millones de personas que vivimos en este mundo descontrolado, esperaba que varios miles de millones tuviéramos la capacidad de transformar la crisis en una oportunidad.
Pero estamos desesperados por regresar a la normalidad y no nos damos cuenta que está en nuestras narices: hambrunas, ricos apáticos quejándose porque en cambio de 200 millones de dólares ahora tienen 199, gobernantes locos por el poder intentando sacar ventaja de la crisis, dictaduras desastrosamente justificadas, filántropos que donan en un intento de ayuda e incrédulos que creen que los filántropos también están involucrados en las desgracias mundiales. Los de la mitad nos insultamos, creemos tener la razón absoluta y deseamos imponerla como la única. Pensamos en la consciencia individual, pero no en el bien colectivo.
Todo sigue igual, un poco más exacerbado por el odio, por el miedo, por la arrogancia y por la desesperación. Estamos inmersos en la necesidad desaforada de regresar a un sistema que de por sí ya era virulento y manipulador.
¿Qué tal si mejor pensamos que nadie tiene la razón y buscamos el equilibrio? Tal vez todos tenemos un poco de verdad en un nuestro razonamiento.
La desesperanza no nos la dan los malos gobiernos, ni los científicos, ni los medios de comunicación, sino nosotros mismos cuando nos enclavamos tanto en intentar convencer a los demás de tener la razón, que olvidamos la importancia de buscar soluciones individuales y colectivas para la reconstrucción de la vida después del virus, o, lo que necesitaría más voluntad, para la reconstrucción de la vida en convivencia con el virus, en cuyo caso tendríamos que perder el hábito de la indolencia.
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Lee aquí otro post de esta serie: Día 19. Montañismo en la pandemia