Día 15 Cómo hemos cambiado

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Día 15 de escritura – Día 41 de cuarentena

Era 17 de marzo de 2020. El sonido del despertador me invitó a mover la cadera como si fuera un pato, de lado a lado, con ritmo. Hacía frío. Como todo, la temperatura también es relativa. Recuerdo qué, según la última actualización del celular el clima estaba por los 20 grados centígrados. Frío, para ser el Caribe.

Sin darme siquiera un minuto para pensarlo, boté las sábanas al lado, me quité el pantalón de sudadera y con desgano me arranqué el buzo del Manchester United que hace diez años utilizaba para ir al estadio, tan resistente ha salido que ha sido pijama al menos cinco años de esta última década.  Entré a la ducha. Metí los pies y los enjaboné. Luego le permití al agua subir por mis piernas, poco a poco por mis muslos, me di la vuelta para que mojase lentamente mi glúteo y un centímetro más arriba pegué el grito ahogado de escalofrío cuando tocó mi médula. No era una danza sensual con el agua, era la ausencia de calentador que hizo muy difícil bañarse durante el invierno.

Elegí ponerme aquel día un short de jean, un buzo morado y los tenis azul cielo – cielo semi despejado, no utilizaría unos de color cielo totalmente despejado, y unos de color cielo con lluvia me parecerían bastantes tristes -. Desencadené la bicicleta amarrada a una escalera metálica de caracol en el primer piso, me puse los audífonos y busqué He Venido a Pedirte Perdón, la versión de Aterciopelados originalmente de Juan Gabriel: “escucha esta canción que escribí para ti, ¡mi amor!, con esta mi canción he venido a pediiiiirte perdón…”, y pedaleé cantando a las 7 de la mañana hacia el hotel donde trabajaba.

No me gustan los horarios, ni los uniformes, me gusta el trabajo independiente. Sin embargo, suelo hacer una combinación que le satisface a mi bolsillo y a mi espíritu. Trabajo como freelance en mi carrera de diseño gráfico, y cuando quiero ahorrar me consigo un trabajo que no me demande mucho tiempo, ni cansancio mental ni físico, y que pueda dejarlo fácilmente sin remordimiento de haberme quedado estancada profesionalmente. Y este trabajo… este trabajo me encantaba.

Ese martes, como muchos otros, estuve seis horas en la tienda de fotografía del hotel totalmente iluminada por el brillo del sol que entraba por un ventanal de piso a techo, frente a la gran pantalla de un computador leyendo artículos de viaje, noticias del mundo y haciendo cursos online de inglés y francés.

Esta, que era la rutina diaria desde que conseguí el trabajo en enero y que terminaría en abril para volver a viajar, se vio interrumpida por algunos clientes del hotel que entraron a la tienda. Mi trabajo era ser vendedora de las fotografías que mis compañeros, fotógrafos profesionales, les hacían a los huéspedes durante su estadía. Como cada día, atender a quienes entraban era la oportunidad para poner en práctica las lecciones de inglés y muy de vez en cuando las de francés. No recuerdo si aquel martes vendí, seguramente sí, sin modestia alguna me doy una palmadita en la espalda por buena vendedora.

Los viajes me han puesto en todo tipo de trabajos. Me he sentado en el piso de la calle a vender artesanías, he caminado a lo largo de cuadras y cuadras vendiendo mis postales de viajes, y en el sur de México me atreví a tocar la guitarra en los restaurantes acompañada de un amigo que tocaba el bongó. También fui pastelera de un pequeño hotel en Ecuador, mesera es el puesto que más veces he tenido, también recepcionista de lodges en la playa, vendedora de artículos chinos que cuestan 1 peso y se venden por 1000, y para marzo de 2020 estaba probando ser vendedora de fotografías y ya mi jefe me preguntaba si quería ser beach photographer. Ya le había dicho que no, pues por leer, disfrutar la soledad, el aire acondicionado e intercambiar idiomas y anécdotas con gente de todas partes del mundo, ganaba un sueldo fijo mucho más arriba del mínimo y me pagaban comisiones por cada paquete de fotos que vendía. Además, el almuerzo estaba incluido.

Empezando la tarde y con la panza llena, desencadené nuevamente la bicicleta y la saqué del parqueadero del hotel. Me detuve en mi heladería preferida, era mi rutina el día antes del día de descanso. Comí un helado cremoso de yogurt natural con chispas de algarrobo y salsa de chocolate. Regresé a mi casa, me tiré en la cama con el ventilador en la cara, hice una rutina de ejercicio y me senté a trabajar en la entrega de diseño que tenía para esos días.

Re llegó a las ocho de la noche. Se tiró en la cama con el ventilador en la cara, era el momento de su rutina. Se bañó, hizo dos vasos de avena con yogurt y manzana para la cena. Pensamos en qué haríamos el miércoles, día en el que ninguno trabajaba, y nos acostamos a dormir.

Había sido un día más. Satisfactorio, ahora que lo veo en retrospectiva.

Días como aquel martes se esfumaron. El miércoles ya todo había cambiado y la vida misma moldeó nuevos hábitos. La anormalidad encontró su curso para disimular su locura, y ahora me pregunto cómo será la siguiente transición, cuando este ente invisible que está rigiendo la vida humana se haga menos poderoso. ¿Cuánto tiempo nos llevará adaptarnos a esa nueva anormalidad?

Cuarenta y un días después despierto moviendo la cadera como pato, pero ahora el despertador está programado una hora y media más adelante de lo que estaba el 17 de marzo. El clima ha cambiado, la primavera trajo consigo un calor casi veraniego. A las 7:30, el celular marca 30 grados centígrados. Ya no me quito la ropa, ahora me la pongo para abrir las ventanas y ver el árbol de enfrente florecido que en marzo parecía un chamizo.

Desayunamos acompañados. A veces Re prepara pancakes, a veces yo preparo un tazón de fruta con granola. Trabajo hasta las dos de la tarde, he aprendido a priorizarme. Cierro el computador cuando Re sirve el almuerzo y solo si llega un mensaje urgente de mi jefa pidiéndome la corrección de un diseño, lo hago.

Hace mucho no me como un helado y hace mucho Re no se toma una cerveza. Él decide enmascarase como ninja e ir a la tienda de la esquina, diez minutos después vuelve con el helado pero sin la cerveza, se agotaron. Aquí no salen a comprar desaforados papel higiénico, aquí se pelean por las “chelas”.

Cada día elijo algo diferente para hacer. Procuro incluir siempre el ejercicio y la meditación, es lo que apacigua a la anormalidad en estos tiempos de pandemia. Escribo cada dos días, ilustro con acuarelas cuando me nace, edito videos de recetas de postres y los subo a Instagram. Me alegra la panza y el corazón esta nueva normalidad de la cocina global, ahora a muchos nos dio por ser chefs enclaustrados compartiendo recetas. Mi papá también lo hace, envía videos de los almuerzos que prepara para él y para mi mamá, a sus hermanos, a sus cuñados y a sus hijos.

Re me enseñó a jugar ajedrez. En agosto de 2019 dejé mi trabajo – el de las cosas chinas de 1 peso en 1000 – mi cuerpo me obligó a parar y estuve en casa varias semanas sin poder ejercitarme, ni montar en bicicleta. Fue una cuarentena obligatoria personal. Para que no me aburriera, él compró un ajedrez que pensé que no volveríamos a utilizar. Bendita compra de agosto, en estos tiempos también nos ayuda cuando alguno de los dos se siente desubicado. Nos despeja la mente.

El buzo del Manchester United ahora me sirve de almohada, no es un cambio por la pandemia, es un cambio por el clima. Los tenis azul cielo están guardados y ya no elijo ropa, me pongo lo más limpio y lo más cómodo. Los despertares tortuosos con agua fría finalizaron, me baño en la noche después de hacer ejercicio y disfruto la temperatura del agua sin calentador.

Ya no hay almuerzos preparados, ahora debo hacerlos o esperar que Re los haga, le encanta cocinar y sacar la mesa a la terraza. Eso me recuerda que también adquirí un nuevo hábito, tal vez uno de los mejores y más sencillos. Sentarme en la puerta abierta con la pelota de yoga a cerrar los ojos y respirar.

Las nuevas costumbres van a un ritmo desacelerado y más consciente. Los viejos hábitos han quedado en el pasado e intentar a fuerza regresar a ellos solo causa frustración y ansiedad. Las circunstancias nos han obligado a crear una nueva realidad mundial y personal, en algún momento todo se transformará una vez más, ¿podremos soltar sin desgarrarnos esta nueva habitualidad que hemos creado?

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Lee aquí otro post de esta serie: Día 14. De regreso al día cero

Cada una de las fotos que subo en este diario son recuerdos de libertad, para que el día que la máquina se vuelva a activar no se me olvide que poder trabajar, respirar, abrazar, caminar, ver el mar o solo poner un pie en la calle ya son motivos de agradecimiento infinito. Los quiero y los abrazo desde este pedacito de mundo en medio de una pandemia que tiene a la humanidad en stand by.


Yo también estoy de chef enclaustrada.

Miren el video de cómo hacer cheesecake

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Natalia Méndez Sarmiento

Natalia Méndez Sarmiento

Voy por el mundo con una mochila al hombro y una libreta recolectando historias, experiencias, sensaciones, conociendo personas, disfrutando paisajes y escribiendo para difundir mi pasión por los viajes.
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