Los relatos de este blog comienzan con un sueño, uno compartido en infinitas palabras y conversaciones con inimaginable cantidad de personas, de las cuales muy pocas se han lanzado al vacío para convertirlo en realidad. Y es que no es sencillo estar en la orilla del abismo y saltar para alejarse de lo establecido, nadando en contra del pesimismo de los que no entienden e insisten que es tiempo de aplomarse y no ser inconsciente. Aun así yo me aventé, el sueño me arrastraba y el deseo era incontenible, era de esas sensaciones que empujan a las personas a decir: “no me puedo morir sin…”, en mi caso no me podía morir sin recorrer Sur América siendo mochilera.
Jamás en veinte tantos años había ido siquiera a acampar al patio de mi casa. Sin entender la dicha del contacto con la naturaleza y la libertad del nómada, rechazaba todo aquello que estuviera fuera de la burbuja de smog urbana y la comodidad de mi habitación. Desde que era una niña, escuchaba a mi papá hacer alusión a lo detestable que podría llegar a ser una noche acampando o diez horas caminando, de manera que mi sueño estaba descontextualizado con mi realidad y mi entorno. Sin embargo en mí, siempre ha existido una fuerza interior que me empuja a ir en contra de la corriente, no la definiría como rebeldía sino, como una eterna discusión por la obligación de hacer lo que se supone debo hacer. Así que no fue difícil comenzar a caminar; para ese entonces, alrededor del 2009, la ciudad me pesaba y las responsabilidades del mundo y el deber ser y deber hacer después de graduarme como diseñadora gráfica me aturdían.
Mi papá angustiado por mi futuro me recordaba que era hora de buscar un empleo, mis amigas con prisa de abandonar la soltería me replicaban: “¿Te vas a casar?, Ese mechudo que tienes como novio no nos gusta”; y en otras ocasiones caía en las indirectas de mi familia, recordándome que mis primos tenían autos y demás posesiones materiales que me son indiferentes y además no tenía. Sin quererlo, cada conversación, cada pregunta y cada réplica fueron una invitación a escapar.
Mis primeros destinos en Colombia fueron una pequeña huida que me abrió la puerta hacia un camino hasta ese momento desconocido. Me impulsaron a buscar más lejos, a entusiasmarme, a hacerme soñar con fronteras desconocidas y paisajes inhóspitos. Limpié mi cabeza contaminada por los prejuicios a los viajes guerreros, esos de encontrar la felicidad en los instantes y acomodarse a las incomodidades y adversidades, tomé mi mochila y salí de casa.
El Tayrona en el Caribe colombiano, fue el primer rumbo que me invitó a aventurarme como viajera con poco presupuesto. Fue un gran reto salir de mi burbuja y dejar de ser la niña acomodada de colegio católico; me alejé por primera vez de casa ocho días para acampar sin el cuidado de mamá, cociné con fuego, caminé con maletas de 15 kilos al hombro bajo el sol ardiente, viajé con el dinero justo, dormí con poca privacidad, compartí baños con gente desconocida y recibí cerveza a cualquier loco vendiendo artesanías en el camping. Si bien parece un viaje común para un mochilero, mi realidad distaba de lo que estaba viviendo, de manera que para mí fue una sorpresiva experiencia.
Pero, ¿Por qué incomodarme?, ¿Por qué no conseguir un trabajo e irme de vacaciones a las cabañas del Tayrona? La mayoría de personas a quienes les cuento mis historias de viaje, me confiesan que para ellos son una locura. Pero a través del tiempo y de mis pasos, comprendí que un lugar no se conoce pagando lujosos hoteles y planes turísticos, finalmente a la recepcionista del hotel, al mesero del restaurante y al de la tienda de recuerdos les pagan por sonreír, y el trabajo del guía turístico es cumplir un itinerario para llevar a sus clientes a los lugares propicios para la foto. Pero al caminar kilómetros, trabajar en el camino para poder avanzar, hablar con gente del común, vivir por un tiempo en diferentes lugares, comer en los mercados y cargar con la casa al hombro, se conoce a las personas y su cultura, se visitan lugares inexistentes en los mapas turísticos, el mundo se abre derrumbando los límites ilusorios para viajar como el dinero y surgen auto-reconocimientos y transformaciones con cada experiencia.
Ante esta rápida hojeada de un plan mochilero, convertí mis vacaciones anuales en viajes por Colombia. El Cabo de la Vela fue el siguiente destino que pulió la transmutación de mi historia. Tomé un bus durante 23 horas desde Bogotá hasta Riohacha, unas más hasta Uribia y desde allí cuatro horas en un campero viejo y destartalado por una trocha en la que cada bache puso en riesgo mis riñones. Acampé ocho días frente al mar, no conté con agua potable más que los galones cargados todo el viaje, me bañé a baldazos marinos y me armé de paciencia para cocinar a fuego en medio del desierto, donde no encontré un restaurante o siquiera una cocina. Pese a las incomodidades, el momento fue memorable enfrentando pequeños obstáculos y adversidades así fueran pequeñeces. La Guajira elevó mi espíritu y me invitó a no regresar al sedentarismo.
Gracias a ese viaje, el increíble paisaje y la pequeña travesía, comenzó mi avaricia, quería más y más viajes, ver más lugares, sorprenderme con el mundo, con la naturaleza y con las personas. No había terminado de conocer el desierto cuando ya estaba planeando en una noche estrellada el siguiente viaje a la Sierra Nevada del Cocuy. Ocho días en la montaña caminando trayectos de diez horas con maletas al hombro, la altura encima que no me dejaba respirar, el frío penetrante de las noches y el grandioso silencio. La soledad de la Sierra es maravillosa, me deleitaba observando a los montañistas en la misma sintonía que yo, llenándonos de energía de la inmensa e increíble montaña nevada a 5000 m.s.n.m. y un poco más. No podía más que contemplar a estos guerreros que llegaban a la cumbre, admirarlos desde el inicio de la capa de hielo y llenarme de su esencia. Una y mil veces volvería a esa montaña. Con esta travesía más difícil de enfrentar, medí mi fuerza física y mental para soportar condiciones que por momentos se tornaban difíciles, así me di cuenta que podía hacer mucho más que caminar horas con maletas pesadas y aguantar el frío penetrante que no me dejaba dormir.
Al regreso del Cocuy, todos mis pensamientos y sentimientos acerca de la ciudad y la vida común se hicieron casi insoportables, la rutina, el diario, el cemento y el trabajo me ahogaban. Sentí que era el momento de escapar y decidí que no podía seguir siendo un sueño eso de ser mochilera. Comencé entonces a planear el siguiente viaje como supuse era debido. Ahorré dinero, miré mapas, hice llamadas, elaboré un recorrido, leí una y otra vez guías de turismo y lo mejor del viaje es que todo lo anterior fue en vano porque nada salió como estaba planeado. Parece paradójico porque tengo un carácter controlador y me complace la realidad acomodada a mis ideas, sin embargo para ser mochilera aprendí que lo único que uno debe saber es que se marcha, el resto aparece y sorprende. Así que mi siguiente destino fue La Patagonia, el destino que planeé, pero conocí mucho más que el sur del continente y ahora planeo darle la vuelta al mundo.