Como si no fuese suficiente el cautivador silencio de los instantes que camino sola, para perderme entre la bruma de mi propio pensamiento, apareces tú.
Coloqué la mochila sobre mis hombros convencida que su peso iba a contrarrestar otros menos físicos y más fatigantes. Vibrar sola con cada paisaje e internarme en momentos profundos de soledad y reflexión, era más importante que encontrar un destino de una buena polaroid. El tiempo para mis andanzas femeninas lo había conseguido, para priorizar la mujer guerrera, independiente y fuerte de la que me jacto ser. Viajar sola puede tornarse en una experiencia desmesurada cuando la mente es incapaz de tejer un halo blanco y los pensamientos parecen pintar un Pollock, pero caminar así por arenas desconocidas a veces maleables, a veces inquebrantables, fortalece mi espíritu.
Andando noto con nostalgia que mis amores de antaño se han perdido en el tiempo. El paso del tiempo no ayuda a olvidar, es la novedad en medio de ese tiempo lo que cambia el destino que parecía negro. Con largas, agobiantes y demacradas historias de amor andamos todos, es la pimienta de la cena más perfecta. Tratando de olvidar aquella última cena de estrellas y estrellones voy viajando, no es el viaje en sí mismo el que me desprende de la vieja novela, es el viaje interior lo que me despoja del amor que creí sentir solo por él.
Todo lo que puedo asegurar del futuro es que es incierto, la convicción me parece suficiente para evitar cegarme una vez más con la luz de la estrella y luego caer en el hoyo negro que se crea cuando muere. Por qué escribo en presente, ¿si días atrás me di cuenta que la convicción deja de serlo cuando al corazón le da la gana? El amor es tan cortés y al mismo tiempo tan insolente…
El día que la convicción y la razón dejaron de ser el centro que sostenía mi viaje, fue aquella mañana cuando chocamos en medio de una sonrisa escueta pero sincera. Fuimos presos del genio que maneja los hilos de nuestra existencia, como títeres incapaces de andar por nuestra cuenta. ¿Así estaba escrito en el guion desde un inicio?: “… Y sus miradas se encuentran frente a la puerta de la atestada habitación…”, o fue un juego despiadado del destino que nos vio desprevenidos en el mismo instante, en el mismo lugar, ¿y nos empujó juguetonamente hacia el mismo sórdido pasillo? Aún convencida de mi inútil convencimiento feminista, permití que el destino hiciera lo que creyera conveniente. Ni una sola mirada busqué, ni una sola mirada buscaste. Te di la mano tan tranquila, tan pasiva, tan segura de no sentir, como si sentir se tratara de un razonamiento, como si no me hubiese pasado alguna vez que sin querer terminé queriendo.
Se necesita sutileza para conquistarme, en la oscuridad de la primera noche lo declaré sin reparo. Mi seguridad de no ser conquistada elementalmente se debe a la repetitiva falta de tacto. Tras una década de intentos fallidos de conquista en desuso, pretendiendo comprar mis sentimientos con una novelesca y vana promesa de amor eterno, acompañada de un chocolate caro pero sentimentalmente barato y vacío, aprendí de mí que soy obstinada y que el error de pretender convencerme antes de conocerme finaliza en el mismo momento en que inicia. Debe ser que el amor ya no me interesa como una emoción pasajera sino como un conocimiento profundo de dos personas, rezagos de una casi perpetua relación.
No exagero cuando digo que en el mismo momento en que di inicio a mi viaje geográfico e interior, me agobió la idea de prevenirme ante una petulante porción del género masculino, aunque no fue erróneo el pensamiento. No ha faltado una cuantía de fanfarrones con ínfulas de príncipe azul al rescate de la desvalida princesa caminante, cayendo cual petardos (se vale el doble sentido de la palabra) para abrumarme con su estupidez. -Si supieras conquistar a una chica como yo, -le dije a uno-, lo último que harías es pretender hacerme creer que soy incapaz de viajar sola. Para acercarse a mí se necesita ser sutil y no llegar como animal en celo, voraz, a sortear la conquista con estupideces propias de telenovela y frases repetitivas que ya no me enamoran sino me dan risa.– Si, casi con las mismas palabras le solté la bomba a un conquistador panameño, por eso digo que se necesita sutileza.
La sagacidad es una de mis virtudes, perdón, ¿la sagacidad es una de mis virtudes? Como si fuera poco mi convencimiento y mis bombas de defensa inmovilizantes, creí que podía darme cuenta con ojos felinos de cualquier intento de ataque y así no ser presa fácil; sin embargo fueron necesarias varias lunas para comprender tu descomunal sutileza y sigilo. Conversaciones extensas, repertorios serenos de risas cómodas y susurros de un final obvio pero imprevisible, fueron el oleaje entre tu barco anclado y el océano de pensamientos y emociones que me define.
Despistada y sin prevenciones me fui embelesando con tu sonrisa, esa que reflexiva pero impulsiva me hizo acceder a la propuesta de amor pasajera sin detestables embrollos propios de una relación. Remabas en el hoyo que dejó tu última estrella mientras yo terminaba de matar la mía. El juego de la cuerda floja con aros de fuego comenzó esa noche bajo la luna. ¿Quería sutileza? Tu manera de jugar las cartas fue tan silenciosa que por poco no me doy cuenta. Solo hasta ese atardecer, solo hasta esa luna, se reveló el secreto que guardaban aquellas búsquedas infructuosas por dilatar los cortos momentos de mutua compañía. Un beso distante, tímido y apático desencadenó el comienzo de una enmarañada secuencia de acontecimientos predecibles a los que inane tratamos de huir. Caminamos sobre la cuerda teniendo presente el peligro de caer, pero tan seguros de nuestros pasos que no temimos a los sosos besos de enredados movimientos labiales y pocas sensaciones salvo las táctiles.
Fallidos y mezquinos fueron los intentos por mitigar los latidos al verte, al sentirte y al mirarte. Me sumergí en un estado disimulado de pánico cuando me di cuenta que sonreía con tu llegada y extrañaba por treinta segundos tu sonrisa. La convicción se rindió ante las infinitas miradas que pasaron a ser objeto de conquista. El destino se burló de nosotros y nos abofeteó agradablemente. ¿Acaso lo imaginaste? Tu ataque de pánico se evidenció en una impositiva e hipócrita distancia. Inversamente proporcional suponías los sentimientos y la lejanía, unos metros más lejos de mí, menos inesperadas sensaciones.
Cada segundo de tu piel que me prestaste con temor me llevó a perder la poderosa convicción a pesar de la conciencia de tu inminente despedida. No sé por qué al final de nuestra última luna llena, tal vez lunático eres, me tomaste la mano hacia el vacío. Pudo ser la intensidad de saber que se acercaba el final o el esquive a que lo fuese, ¿para qué evitar disfrutar el vuelo si ya estabas en el aire?
192 horas de chispas sobre un barril inflamable, 192 horas de cómplices sonrisas y miradas, 192 horas como regalo de inspiración. Los últimos tres minutos de aquella madrugada se escaparon entre confesiones amarradas sin promesas pero con evidentes anhelos. Tal vez la perfección solo se deba al corto tiempo, aunque prefiero pensar que el corto tiempo me mostró el inicio de la perfección. ¿Te apetecen otras 192 horas?