Dos meses he estado en Santa Teresa salteando días rutinarios pero únicos. Tengo la insólita sensación de no haber elegido estar aquí, este lugar me ha elegido a mí. No lo busqué, su existencia me era inexistente hasta unas horas antes de llegar. Como un rompecabezas, como si estuviese pensado, analizado y escrito mi encuentro con Santa Teresa, todo fluyó y las piezas encajaron para que este fuera el lugar para pasar mis días veraniegos, para detenerme y darnos tiempo con el camino antes de seguirlo recorriendo.
Cuando el andar se detiene la rutina anda. Varios kilómetros de calle entre casas rústicas y restaurantes son mi vista cotidiana, el despertador volvió a ser un objeto útil y el reloj indispensable. Debo llegar cada día a las 7 de la mañana, 6 días de la semana a mi trabajo de temporada. A las 3 de la tarde me cambio cada día en el mismo baño y camino la playa hasta encontrar el rincón solitario que se acomode a mis ermitañas maneras. Allí tomo el sol, me expando en letras escritas, escucho el mar, escucho música, escucho mis pensamientos y veo el atardecer.
Cuando los días se vuelven iguales discuto, salí de viaje para alejarme de la repetición de las horas y los minutos y ahora lo hago lejos de casa. Sin embargo en casa no tengo los atardeceres de Santa Teresa, cada uno, cada día tan diferente al anterior, que no parece cada tarde ser el mismo sol ocultándose en el horizonte del mismo océano. La diferencia no solo tiene que ver con los caprichos del cielo, sino con los propios que se tambalean según mis sensaciones y mis despertares.
A veces el sol me sorprende con su absoluta redondez, es como estar flotando por el universo pero sentada en la arena caliente. Es tan abstracto, tan ambiguo, no se puede mirar directamente ni reconocer sus formas, provee vida, provee sensaciones, brilla e ilumina la Tierra pero es invisible. Sin embargo en algunas tardes de este punto del Pacífico cuando está a punto de meterse al mar aparece, sí, aparece una esfera con sus líneas de fuego, entonces comienzo a percatarme de los astros y del universo, a pensar en los que están más lejos que se ven como puntitos brillantes en el cielo, a sonreír de ver tan claro el sol como la luna y a sentir la velocidad en que giramos, esa que repentinamente se vuelve perceptible a medida que el sol se mueve aunque permanezca inmóvil y seamos nosotros quienes lo rondamos.
Pero también me deleitan los que al contrario son un resplandor sin forma que refleja chispas nostálgicas. Esos no me hacen pensar en el universo o en la teoría de la relatividad que nunca entendí, nunca atiné a la física por más que lo intentara. Me hacen pensar en mí, en la felicidad de entender que no siempre se puede ser feliz pero se puede encontrar una sonrisa en la búsqueda. Me hacen pensar en el agua y sus formas, en los contrastes de la luz y la sombra y a veces, solo a veces, me hacen pensar en ti.
Aquel único cargado de lluvia, sombrío y amenazante que solo pude encontrar una vez. Ese día las nubes negras me avisaron que llegaba el agua desde el cielo pero aun así yo aguardé el atardecer. Los rayos de sol se colaron entre los vacíos y los pintaron de rojo contrastado con el gris oscuro de la inminente lluvia cristalina. Entre el cielo y el mar una sombra me desafió a permanecer sentada en la playa y yo, con risa nerviosa al ver el escenario apocalíptico que se formaba a la distancia, acepté el reto y permanecí allí a la espera de siete jinetes que vinieran por mí.
¡Ah los nublados! Hay días en que el océano no se ve tan verde y la atmósfera pinta sombría. El sol brillante que otrora saca chispas de la arena se esconde entre las nubes. La oscuridad se impone más temprano y la bola de fuego que solía verse no es más que una sensación calurosa. Los anaranjados y amarillos de un típico atardecer no existen, los más impacientes se levantan, guardan sus cámaras y se van, pero unos pocos nos quedamos porque sabemos que justo cuando el día parece haberse ido sin pena ni gloria, aparece una pintura en el cielo. El sol no se ve pero si su luz que las nubes dispersan, entonces aparecen algodones de azúcar sobre el mar, me recuerda al circo lleno de color. La bóveda celeste explota y no quiero dejar de mirar cómo el mar ahora es rosa.
A veces me cuesta creer que soy una minúscula parte de un lugar con increíbles acontecimientos que pierdo de vista por la costumbre.