Me pregunto por qué establezco mi cuerpo, muchas veces divergente de mi mente, durante largo tiempo en un país pero lo recorro poco. Costa Rica es uno de aquellos lugares que encontré alucinantes y me atrapó a pesar de los descomunales precios por un hospedaje, una botella de agua y en general por todo, viví allí casi tres meses pero conocí escasos cuatro lugares. Puerto Viejo lo pasé de volada por la temporada de lluvias de la que me advirtieron e ignoré el mensaje, San José lo visité a prisa un par de veces, la primera no me causó gran impresión, pero la segunda con otra vista y otra actitud pude ver un asomo del encanto que guarda aunque superficialmente sea desencantadora, Santa Teresa, mi recuerdo más latente del país tico donde viví dos meses y medio trabajando para continuar la travesía centroamericana, y el lugar de este relato, Montezuma.
Al salir de la Península de Nicoya (área donde se encuentra Santa Teresa), pensé en visitar otros destinos antes de tomarme un autobús a Nicaragua y continuar al norte, sin embargo mis cuentas económicas no se ajustaron para conocer Monteverde y Santa Elena, porque, insisto en el punto, Costa Rica es muy costoso. Ahora me arrepiento una pizca de mi decisión, pero sé que aún tengo pendiente el viaje de regreso a Colombia en el que veo claras dos opciones: recoger mis huellas con el acelerador puesto por los países que ya visité y tachar en mi lista de pendientes algunos lugares del mapa como este, que me invita a caminar en sus puentes colgantes sobre las copas de los árboles, o, tomar un avión desde México (si es que mi viaje finaliza aquí) que me lleve en dos horas a Bogotá, contraste que podría resultar chocante tras meses de viaje.
En todo caso siempre es necesario elegir, el mundo es grande en exceso si de recorrerlo se trata y la vida no alcanza para abarcarlo todo, así que por ese entonces tomé la opción de disfrutar lo cercano a mi casa temporal. A pocos kilómetros de Santa Teresa se encuentra Montezuma, un pueblo hippie chic, término que he adoptado por escucharlo tantas veces viajando y significa según mi interpretación a partir de la recolección de datos: lugar económico que la gente visita o incluso vive allí con el propósito de alejarse del ruido citadino y la vida común, andando descalzos por la calle, fumando marihuana y vistiendo trapos, pero con la comodidad de llevar el bolsillo atiborrado y de tener en cada esquina un buen restaurante, un cajero automático y un bar que ofrezca cócteles típicos del país, opción para acercarse a la cultura así sea en otras esferas.
En aquella ocasión mi andanza fue paralela a la de Jely, muy poco nos conocíamos lo que hizo el viaje más entretenido porque las hojas de vida de cada una estaban en blanco para la otra. Nuestra intención fue hacer autostop, no por el costo del viaje en bus que no sobrepasaba los 1000 colones (USD 2), sino por el simple placer de la incertidumbre. Nos acomodamos con grandes sonrisas en la ruta que desvía hacia Montezuma y permanecimos bajo el sol una media hora, aunque, como el tiempo es relativo, si no hubiese tenido un reloj estaría escribiendo que fueron dos horas. A veces hacer dedo que cruce fronteras o de largo kilometraje es más fácil que uno sencillo como este. Aburridas de esperar alguien que frenara y en cambio con sus llantas nos hiciera comer la polvareda del camino, decidimos tomar el autobús al que no alcanzamos a llegar, porque solo haber tomado la decisión de irnos, fue suficiente para que un canadiense en cuatrimoto nos diera un aventón.
Las carreteras de ese tramo de la Península son trocha exceptuando los alrededores de Cóbano y Montezuma donde está pavimentado. Nuestro motociclista llevaba debidamente una pañoleta que protegía su cara y unos lentes, nosotras, insensatas sin averiguar siquiera como llegar al destino, nos comimos durante 40 minutos todo el polvo del suelo que levantaba la cuatrimoto y vimos el paisaje entre nubes e irritación ocular. Llegamos al hippie chic blancas de pies a cabeza, teníamos una capa de polvo sobre la piel que pensamos podía salir con un chapuzón, pero tras varios intentos nos dimos cuenta que el jabón era necesario. El chico canadiense, quien nos habló todo el tiempo en inglés intentando tapar el ruido del motor y el viento con su voz, razón por la que sus preguntas como: “¿what´s your name?”, fueron respondidas con un “si, nos gusta mucho Costa Rica”, nos ofreció un jalón de vuelta a casa en la noche y establecimos un punto de encuentro.
Caminamos por las cortas y escasas cuadras de este mini pueblo costero, pintoresco y colorido. Solo verlo nos hizo pensar en las razones de vivir en Santa Teresa y no en Montezuma, sin embargo yo debía regresar a trabajar y Jely… Jely si cumplió su deseo de estar algunos días allí cambiando los atardeceres de Teresa por la pequeña playa hippie. La segunda exploración de aquel trocito de tierra fue hacia las cascadas. Es de esos lugares del que todos hablan y utilizan típicas frases para mencionarlo: “si no fuiste a las cascadas, no fuiste a Montezuma”. Nos adentramos por un río saltando de piedra en piedra pensando que era el único camino, después nos enteramos que había un sendero en la ribera, pero nuestro interés por caminarlo fue poco, pues en medio del río estaba la diversión de mojarse, trepar piedras, caerse, resbalarse y colgarse de cuerdas al lado del camino para ayudarnos a pasar.
Al final del tramo encontramos la primera cascada, luego nos enteramos (este relato tiene muchos “y luego nos enteramos”, lo que indica que no hubo investigación previa) que eran tres, esto es lo que llamo analfabetismo viajero o falta de curiosidad, nunca las conocimos, solo supimos que existían cuando regresamos a Santa Teresa y nos preguntaron si habíamos subido hasta la tercera -¿La tercera qué? – ¡Cascada! –… ¿Había tres?
En todo caso conociendo solo la primera nos divertimos como pequeñas. Buscamos un lugar para sentarnos y botarnos a la laguna que forma la cascada más baja. Antes del salto, nos entretuvimos con unos monos que bajaron de los árboles para arrebatar comida y por supuesto atención. Así es Costa Rica o al menos así es la Península de Nicoya en el Pacífico y Puerto Viejo en el Caribe, mariposas gigantes, monos, lagartos, ardillas y osos perezosos son los acompañantes de las caminatas y hasta del sueño, los monos aulladores que gritan como si fueran leones, fueron mis despertador en más de una ocasión acampanado y las iguanas me sacaron la lengua varias veces en la playa.
El agua del gran pozo era gélida, entré confiada de un reconfortante alivio al calor del medio día, pero me encontré con un helado punzante que me caló hasta los huesos. Nadé animada por Jely quien me tomaba fotografías y gritaba desde la orilla, acciones que previamente yo había realizado. El objetivo de llegar al otro lado era trepar unas piedras tras la cascada y lanzarse al agua, lo hice con miedo a golpearme sin razón, porque la profundidad era tan profunda (a veces las redundancias no me suenan tan redundantes), que había clavadistas cobrando propinas por verlos lanzarse varios metros desde arriba.
Jugando se fue la mañana en las cascadas escondidas en la selva, prosiguiendo entonces con la compra de agua de coco a un niño al que volvimos loco pidiéndole que cortara la fruta para no comer al final ni la mitad, me parece que por vergüenza, nos embutimos lo que nuestro estómago no aceptaba. Para finalizar nuestra corta visita de ese día, caminamos hacia la playa y nos sumergimos en el océano de temperatura mucho más amable que la cascada y de olas que nos acunaban y bamboleaban en diferentes direcciones sin hacer esfuerzo físico alguno, salvo el movimiento adecuado de piernas para no hundirnos. Cuando el atardecer amenazó con llegar y por consiguiente la oscuridad, nos dirigimos al supermercado a proveernos de comida. Me parece que nunca le conté a Jely que esa tarde me robé un brownie sin intención. ¿Cómo es eso?, tomé el queque de chocolate con otros artículos de la estantería y me dirigí a pagarlos, cuando el cajero comenzó a pasar los artículos por la máquina, en un acto inconsciente, juro que fue inconsciente, guardé el brownie en mi mochila antes de pagarlo. Ni el cajero, ni Jely, ni yo nos dimos cuenta, solo varias cuadras después al antojarme de mis compras y sacarlas del bolso, me percaté de mi acción y entré en un ataque de risa combinado con vergüenza que nunca confesé hasta hoy.
Al final del día emprendimos la búsqueda del cuatriciclista canadiense pero nunca apareció, esto nos condujo al auto de un italiano consternado por la pérdida de su perro, y aunque tuvimos la intención de ayudar a encontrarlo mirando por los cristales del auto, no fue fructuoso el inútil intento. El hombre nos dejó en Cóbano y allí tomamos el auto de otro hombre que nos abandonó a nuestra suerte, previo aviso, en medio de una ruta rodeada de pastizales iluminados con el amarillo brillante del atardecer. Sabiendo que estábamos lejos de casa, caminamos errantes suplicando que algún auto pasara y se detuviera en el solitario camino. Minutos después una pareja frenó por nosotros y nos llevó con suerte hasta Santa Teresa porque caminando tal vez ni esa noche hubiésemos llegado.
Fue solo una tarde en el pequeño Montezuma. Me he acostumbrado a permanecer largas temporadas en un lugar, sin embargo a veces unas cuantas horas son suficientes para elaborar gratos recuerdos.