Cualquier pasaje de bus en Argentina es muy costoso porque las distancias son abrumadoras, así que tomamos la opción del tren para ir de Buenos Aires a Rosario.
Conseguir pasajes y viajar por las vías férreas que atraviesan provincias en Argentina no es fácil. Algunos viajeros nos contaban que está tan abandonado, que muchas veces el tren se queda varado en medio de la noche y los pasajeros deben esperar horas a que continúe su marcha, rogando para que no los roben en medio de la oscuridad. También leímos, que varias rutas por el país están deshabilitadas por problemas de índole política. Sin embargo a pesar de la amenaza de noches heladas y robos al tren, la decisión fue comprar los pasajes porque era hasta diez veces más económico que tomar un bus.
Los trenes hacia Rosario tienen días específicos de salida, si no recuerdo mal para el 2012 eran los lunes y viernes pero no se podían separar pasajes con anticipación, tocaba madrugar a hacer una larga fila en la estación de Retiro para comprarlos un día antes o incluso el mismo día del viaje.
La mañana del 4 de noviembre, Rodrigo fue muy temprano a conseguir los tiquetes en tren, mientras yo embutía cuanta pendejada teníamos en la casa de nuestros amigos, que nos habían rentado un sofá-cama en la sala durante tres meses. El peso de las maletas era insoportable, ya había tenido la experiencia de andar kilómetros con kilos al hombro pero estás eran casi imposibles de cargar. ¿Qué tanto podíamos tener allí adentro?, para empezar, un computador portátil que debíamos cuidar como un hijo para hacer un trabajo de diseño enviado desde Colombia, las chaquiras para tejer que parecen un peso insignificante pero sumaban kilos, y a eso se añadía la cantidad de cosas innecesarias que uno lleva en la maleta cuando hasta ahora está aprendiendo a viajar como nosotros.
Admito que llevaba objetos sin sentido como maquillaje y ropa de más, es difícil desprenderse del vestido para la playa combinado con las sandalias y los aretes adecuados, además, puedo atreverme a ser mochilera y todo lo que esto conlleva pero sigo siendo mujer y la necesidad de verme bien hace parte de mi feminidad, así que podría dejar las sombras, el labial y los collares, pero la crema para evitar la piel reseca y manchada y las cremas depilatorias no se podían quedar; vi muchas mujeres que dejaban libremente crecer el vello de sus piernas y axilas, pero no, hasta allá no llego. Para evitar empacar de más, traté de utilizar los recuerdos de una amiga en un viaje que hicimos unos años atrás, llevaba en su maleta todo tipo de accesorios para combinar con sus vestidos, cremas para la cara, el cuerpo, el pelo, secador, maquillaje, varios pares de zapatos… no lo sé, llevó el armario completo y yo me burlaba de ella preguntándole para que tanto si íbamos a acampar. Pues yo estaba igual.
Todo parecía estar listo para partir, nada de reservas en hostales, ni tiquetes ida y vuelta, no más San Telmo en Buenos Aires ni la seguridad del hogar que nos regalaban Diana y Ricardo en su casa. Me hice a la idea del no control en mi vida y de la aventura. Con ansias me senté a esperar la llegada de Rodrigo con los tiquetes, cuatro horas después entró a la casa con rabia y me dijo que luego de una interminable fila no pudo encontrar pasajes, así que el viaje ya no era para ese día sino teníamos que aplazarlo una semana más. Una de las advertencias acerca del tren se había cumplido.
Ocho días después con un poco de temor, esperando que las demás historias del tren no se hicieran realidad, subimos las maletas al ascensor y le dijimos hasta luego al edificio en Ravignani 2292. Me sentía presionada por la situación y muy asustada, las maletas pesaban como si lleváramos ladrillos y se hicieron imposibles de cargar, salió a flote de nuevo esa niña consentida “hija de papá”. Boté la maleta al piso y me senté a llorar. ¡Qué absurda era la situación! Estaba cumpliendo el sueño de mi vida y porque una maleta pesaba mucho me sentía derrotada. Por supuesto que todo empezó a andar mal, Rodrigo quería ahorcarme porque su comprensión llegaba hasta que me daba el arrebato ridículo, mis hombros estaban casi dislocados y la sensación de miedo aumentaba en cada lágrima. A pesar de la función teatral, llegamos a la estación de Retiro a hacer una fila enorme para entrar al tren. Cada vez que las personas avanzaban yo debía cargar las maletas cinco metros, era un sufrimiento y hasta rabia me daba, y como mi novio sabiamente me ignoraba, más show hacía para que me prestara atención. ¡Qué problema cuando uno es tan consentido!, una situación fuera de lo normal causa falta de razonamiento exagerado.
Nos subimos por fin al tren, las sillas eran prácticamente un palo con un pedazo de tela encima, las rodillas nos quedaban apretadas contra el asiento del frente y hacía un frío terrible. Quería dormir pero no era posible, la incomodidad del tren era grande sumado con mi “excelente” actitud frente a la situación. Recuerdo ese trayecto con fastidio, solo fueron seis horas pero me parecieron eternas, lo único que quería era bajarme de ese tren pero al mismo tiempo que amaneciera pronto para ver con mayor claridad nuestro futuro. Por la ventana rayada y quebrada del vagón solo se veía oscuridad, de vez en cuando unas luces titilaban lejos del ferrocarril, no tenía idea cuándo íbamos a llegar o si la estación era un lugar seguro para resguardarnos.
A las dos de la mañana se anunció la parada en Rosario, nos bajamos, nos entregaron las maletas y el tren partió, nos sacaron de la estación porque iban a cerrar y quedamos en el limbo. Todos se fueron, pasajeros, recepcionistas, guardias de seguridad, quedamos Rodrigo, la estación y yo. Afuera, un parque oscuro y desolado, ni un alma. Paradójicamente cuando estaba en Buenos Aires armé todo una función de circo por el miedo, y ahora que era el momento de asustarme me relajé y me tomé la situación con calma. No sabíamos en donde estábamos, si el centro de la ciudad era lejos o cerca, si Rosario era una ciudad segura o si había algún hostal que nos abriera a esa hora de la madrugada. Así que pusimos las maletas en el piso, sacamos un aislante de la carpa y nos sentamos en él para no congelarnos y esperamos. Pasaron no más de diez minutos cuando vimos un par de habitantes de la calle en la estación tal vez buscando un espacio para dormir; hicieron mucho ruido, le pegaban a las cosas y hablaban a los gritos, se quedaron mirándonos con curiosidad y en ese mágico momento todo se aclaró – ¿Te parece si tomamos un taxi que nos ayude a buscar un hostal? – Le pregunté a Rodrigo. La respuesta fue afirmativa.
Aunque no parece una buena experiencia, el mayor problema fue mi actitud. De todas las advertencias y amenazas del peor viaje de mi vida si me atrevía a subirme al tren, no se cumplió prácticamente ninguna. Unos meses después volvimos a aventurarnos desde Buenos Aires a Tucumán, y a pesar de 26 horas sentados en esas sillas duras y pequeñas, y de algunos pisotones de los funcionarios del tren que no pueden ser decentes al caminar entre los pasillos, todo salió perfecto. Las dos experiencias me llevan a decir, que las vías férreas no son una mala opción a la hora de viajar por algunos lugares de Argentina.