“Elije un punto fijo sin desviar tus ojos, desplaza tu cuerpo, trasciende tu alma, pero nunca muevas tu mirada, así no perderás el equilibrio”. Eso me decía mi profesor de ballet cada vez que mi rebelde anatomía caía al suelo o perdía la forma. Poco a poco lo fui experimentando y entendiendo hasta mantenerme en puntas de pies solo enfocándome en el rizo desordenado de mi compañera o en mis ojos que no me miraban penetrando el espejo. Luego me decía en un tono que preciso egocéntrico, que los bailarines reales (como él) no son en realidad bailarines, son una especie de seres etéreos que llevan a otro nivel la conexión de su cuerpo y su alma.
Sus palabras provenían siempre de una voz recia e imperativa que me calaba hasta el rincón más oscuro del alma donde se encuentra alojado el ego. Allí me punzaba, me mataba, simplemente porque yo no era etérea, porque mis ojos se desviaban, porque mi cuerpo no era fuente de movimientos precisos, porque me despreciaba la elegancia y se burlaba de mí el encanto.
El tiempo ha pasado desde que lo conocí y este ha sido testigo de mis intentos por aplastar el ego para entender mi vida más sencilla con sus coincidencias, sus parajes, sus malas y sus buenas, logrando así captar un poco de la magia de mirar a un punto fijo más allá del espejo, de lo elementalmente físico.
Y es que ahora me encuentro en el escenario en medio de una apoteósica coreografía que conecta inevitablemente mi cuerpo, mi alma y mis sentidos. Me hallo expuesta a la luz de un reflector frente al público más crítico que jamás pueda tener, yo. Está expectante de mis movimientos para juzgarme si me equivoco, si me veo ridícula, si mis pasos no son los anticipados. Intento ignorarlo y concentrarme solo en no caerme. No me interesa si al público le molestan mis pasos en falso, mis rodillas temblorosas, mis pies humanos e insípidos o mi cuerpo desajustado. Solo quiero permanecer en pie mientras danzo y reírme de mi torpeza. Solo quiero concentrar mi vista en aquel punto fijo al final del teatro que elegí para mantener el equilibrio.
El inicio de mi coreografía ha sido perfecto, necesité coraje para pararme en las tablas e iniciar el baile sabiendo que podía tropezarme. Mis zapatillas se han movido al compás de la música en una armonía indescriptible que solo es posible cuando dejo a mi alma fluir. Sin embargo he elegido un escenario imperfecto para una danza perfecta, es un escenario en construcción. Avanzo en el tiempo y veo que las tablas no están parejas y me tambaleo, hay pegante derramado en la madera que no permite ligeros movimientos, pasan personas con grandes escaleras coloridas que distraen mi mirada y por segundos me veo casi en el suelo. Mi coreografía es una paradoja, es la más importante que haya hecho hasta ahora, es bella, divertida, incesante, pero también es caótica, no tiene el vestuario perfecto, las tablas perfectas, la música perfecta o los movimientos perfectos, solo me tiene a mi mirando el punto fijo que elegí para mantener el equilibrio.
Mi luz, mi punto, el objetivo que mis ojos enfocan es un rincón del mundo y entiendo entonces que todas las palabras de Julian eran una metáfora. Lloro, siento que he perdido el sentido, no hay una brújula que pueda guiar el baile, todo cambia, todo se transforma, con todo me tropiezo, pero encuentro una belleza inusual en todo esto porque no me caigo, sigo de pie, sigo bailando. A veces las vueltas me marean, los dedos me duelen, la espalda se cae, el reflector se apaga y se prende, soy el centro de atención para mi propio juez y luego ya no lo soy. ¿Cómo puede ser tan difícil?
Mi equilibrio no lo es, es un vaivén, es inestable. A veces voy hacia la izquierda, otras hacia la derecha, a veces hacia adelante y en los peores casos hacia atrás, pero nunca he dejado de enfocar y reenfocar mi mirada, entendiendo que si lo hago por más que me tambalee no me voy caer.