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Los paseos en bicicleta me cautivan porque son románticos, entretenidos, silvestres, porque obligan a mi cuerpo a escabullirse de la inmovilidad, porque puedo abarcar muchos lugares de un lugar en poco tiempo, porque la marcha se acelera y se detiene a mi antojo y porque simplemente no recuerdo un día en que haya rivalizado con una bicicleta. Bogotá en bici, Colonia en bici, Rosario en bici, Granada en bici y me esperaba Ometepe en bici. Una isla de nombre sonoro, anclada en medio del lago Cocibolca en Nicaragua acunando dos volcanes, uno de los cuales aún agita sus entrañas y sin más compañía que mi mochila, me invitaba sin haber llegado a bordearla en dos ruedas.

Abandoné Granada con la expectativa del encuentro con la naturaleza desconocida. A veces los viajes largos se convierten en rutinarios y los lugares pasan desapercibidos. Siento por momentos que he dejado de conocer un destino o que me he acostumbrado tanto a la novedad que ya no me genera sorpresa, razón que me lleva a vivir los rumbos de diferentes maneras.

He descubierto que los viajes en lancha también me atraen. Es el camino, la ruta, lo existente entre el aquí y el allá, el movimiento mientras voy viendo, mientras voy reflexionando, mientras voy conociendo, lo que más me gusta de viajar. Además el agua tiene un encanto que le suma gusto a la traslación de mi cuerpo, como mojarme con las chispas de agua, saltar al ritmo de la olas y dirigirme sobre peces a una isla, espacio que me tienta más que la lancha porque me identifico con una; soy una persona solitaria en medio de un océano de sensaciones y sensibilidades, no entro en contacto con todos, no hago amistades fácil, pero estoy pasiva esperando que mi sonrisa le simpatice a alguien que me ayude a despojarme de mi caparazón de timidez para conocernos.

Así que al ver la isla subida en la lancha que se bamboleaba de un lado a otro casi tocando las olas con el costado, grandes olas de lago que solo había visto en el Nahel Huapi en la Patagonia, confirmé que ese sería mi lugar para bicicletear. Me alojé en un hostal en Playa Santo Domingo cerca al volcán Maderas, el más pequeño e inactivo causa por la que disimula ser un volcán y parece un complejo cúmulo de piedras y árboles que forman una montaña tan igual a todas y tan diferente porque es esa. Antes de los muelles (otra de mis debilidades viajeras), la comida, el pueblo, la visita a los miradores y demás pormenores obvios de Ometepe, alquilé una bicicleta en la noche para amarrarme a su asiento desde el siguiente alba. El plan alrededor de la bici también me deleita, comprar provisiones para el camino, congelar el agua, alistar la mochila con la cámara, cargar de música el reproductor para aquellos momentos de silencio que desean apaciguarse, revisar el mapa y partir.

Intensa como suelo ser cuando estoy emocionada, me levanté tan temprano como el sueño me lo permitió, amarré la mochila a la varilla de la bicicleta, puse el mapa en la canastilla para no perderme y emprendí el camino que bordeaba el volcán Maderas. Hacía calor, sin embargo el viento soplaba frío en la mañana y la niebla escondía el paisaje. Recorrí una extensa avenida de subidas y bajadas bordeada por árboles amarillos y planicies áridas; el paisaje nicaragüense del occidente me evoca al sol, a las sabanas, a la sequía y a mi niñez de pisadas fuertes sobre las hojas muertas para hacerlas crujir bajo mis botas, sonido que aún busco cuando me encuentro con una pequeña hoja perdida en la calle de una ciudad.

Al inicio mi marcha fue presurosa porque tenía la energía de las primeras horas y las ganas intactas. Pedaleaba solitaria, extremadamente solitaria, deteniéndome por un trago de agua o una buena fotografía del volcán Concepción, o del Lago rompiendo contra las rocas de alguna diminuta playa de arena negra. El mapa me señalaba distancias pedaleables para ir de un pueblo a otro, pueblos que constaban de tres casas rústicas y una tienda. Con el paso del tiempo y el movimiento constante de las piernas, noté que el camino se fue haciendo monótono y repetitivo, momento ideal para detenerme en una playa y sentarme frente a un tronco seco a pensar, a cerrar los ojos, respirar y colmar mis pulmones de nuevos aires. La contemplación es mi pasatiempo cuando viajo, puedo estar horas sentada, observando, pensando, jugando con la arena entre mis dedos y dibujando con palitos corazones, estrellas y escribiendo mi nombre una y otra vez para luego borrarlo con mis pies descalzos. Así transitó mi primera mañana en Ometepe, tranquila, calurosa, seca y reflexiva.

El camino era largo, tras cuatro horas pedaleando aún restaba la mitad. No tenía prisa, podía tomarme el tiempo que quisiera antes de anochecer para bordear el volcán, sin embargo una inesperada trocha cambió mis planes. La carretera pavimentada o al menos de tierra se acabó y frente a mí solo hubo piedras, lodo, y empinadas subidas que me hicieron imposible andar en bicicleta. Con paciencia caminamos juntas tomándonos el manubrio y la mano, ayudándola a subir y bajar. Dejó de ser un medio de transporte para convertirse en una carga, en especial cuando el cielo se despejó y apareció el sol del medio día que quemaba mi melena y me ardía la nariz.
OmetepeTraté de convencerme que la mente es el límite porque mi cuerpo no podía más, sin embargo pasaban los minutos, la carretera no mejoraba y la temperatura aumentaba. Pensé en devolverme pero estaba a mitad de camino, podía elegir el seguro y conocido o concretar el objetivo y darle la vuelta al Maderas, en cualquier caso no podía parar para no llegar en la noche al punto inicial por donde fuese.

La respuesta a mi ambivalencia llegó en forma de camión. Caminaba casi cargando la bici cuando escuché un acelerado, estruendoso y desesperado pito como suelen ser en Nicaragua. Con el ceño fruncido y una sonrisa irónica, detuve mi caminata, miré al conductor y me fui a un costado de la carretera dándole paso, su réplica fue un saludo, una gran sonrisa y el pie en el freno. El cansancio no le dio tiempo a la razón de aparecer y sin pensarlo le pedí un jalón hasta el siguiente pueblo, o al menos, hasta que la ruta se pudiera andar en bicicleta. De inmediato, aparecieron seis fornidos hombres entre los kilos de plátanos que Juan cargaba en el camión, me ayudaron a subir mi caballito de acero y cual princesa rodante me senté en primera fila a contarles la historia de mi aventura en dos ruedas a pesar de mi pésimo estado físico (y el de las vías), y ellos a contarme sus historias de recolección de plátanos en la isla, de idas y venidas a países vecinos, de mujeres que les rompieron el corazón y de anhelos de ganarse la lotería para viajar a Colombia, aunque les hubiesen entrado las ganas solo para quedar bien conmigo.OmetepeLa confianza se fue afianzando entre parada y parada, dando paso a la propuesta de un recorrido casi total de Ometepe hasta llegar al lugar donde debían descargar los plátanos que iban recogiendo. Ya que no lo había podido hacer en bici, pues lo hacía en camión. Las distancias se transformaron, todo el esfuerzo de las subida, la trocha y las cuatro horas de esfuerzo físico, parecieron una exageración para el corto camino que recorrimos en camión, tiempo y distancia que no les impidió tomarse nueve cervezas a cada hombre; el freno yo lo puse en la segunda y pregunté precavida a Juan si todavía estaba consciente o sería mejor que me bajara del camión para no morir en Ometepe, a lo que sonrió y me respondió que estaba mareado pero que podía aún darse cuenta cual era la ruta. Opté por reírme y confiar en su dominada práctica diaria.

Entre cervezas, plátanos y charlas llegamos a Altagracia, di las gracias y me despedí de mis transitorios compañeros, quienes no permitieron que me devolviera sola a pesar del camino pavimentado y la cercanía a la playa Santo Domingo. Me invitaron entonces a un almuerzo pasado por risas debido a mi vegetarianismo versus sus platos atiborrados de chuletas y piernas de pollo, y nos llevaron de regreso al hostal a mí, y la bicicleta, a la que monté por última vez para llevarla al lugar de alquiler cuando el sol estaba desapareciendo tras el volcán.
Ometepe

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Natalia Méndez Sarmiento

Natalia Méndez Sarmiento

Voy por el mundo con una mochila al hombro y una libreta recolectando historias, experiencias, sensaciones, conociendo personas, disfrutando paisajes y escribiendo para difundir mi pasión por los viajes.
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