Ya empaqué mi mochila y presupongo que se avecina el último empujón del viaje, a sabiendas que el camino siempre concede sorpresas. Hace mucho tiempo no acomodaba mis chécheres, las circunstancias me llevaron a buscar Tulum, o mejor, Tulum me buscó a mí para acogerme cuatro meses. Me hallo en una contienda personal por el sedentarismo confortante que me aprisiona. Es hora de salir, de comenzar a buscar mapas y atravesar rutas desconocidas antes de volver a casa. Hace un año me fui asegurando que volvería en unos meses, pero el tiempo se escurre y parece insuficiente para conocer un país, mucho más para conocer el mundo, por eso debo irme ahora, porque quiero administrar mi vida en trozos de países y no en un país para el resto de la vida (el camino siempre concede sorpresas).
El asunto es que llegué a Tulum sin saber que era una tierra mágica, ahora siento que realmente lo es. Aquí se revolcaron mis demonios que creí haber rezagado y me di tropezones con mi ego y mi espíritu. Caminando por la playa se me acercó un pescador maya y me habló de su tierra, de Tulum, me dijo que es un lugar “que te adopta o te aborta aunque desees lo contrario”. Yo todavía no sé si me escupió o me cobijó, en todo caso no quería vivir aquí, aún no he aprendido a aceptar la vida como viene y sacarle provecho a las circunstancias; no me gustaba que Tulum quedara tan lejos de la playa y de mi trabajo pero luego lo agradecí, porque compré una bici que en 25 minutos me llevaba a cualquiera de los dos destinos, y con ella pedaleé a la madrugada cuando apenas el sol salía y se veía su reflejo sobre la avenida y la selva; además de la playa alejada, me molestaba que estuviese colmada de sargazo, nunca conocí el mar de Tulum como todos me lo describían de cristalinos turquesas, en enero de este año (2015), una plaga de algas marinas flotantes, marrones y putrefactas, invadió las playas de la Riviera Maya. Me daba pereza ir, no podía nadar, o más bien no me apetecía entre hilos enmarañados que apestaban a agua de florero, literal, porque las algas se pudren en la playa y emanan ese olor, sin embargo eso me invitó a ir a otros lugares, a chapuzones en cenotes y lagunas que probablemente hubiese apartado ante la belleza del Caribe mexicano. Después peleé con el hostal donde viví todo este tiempo y al final nunca me fui, peleé con el calor del pueblo a medio día y el inútil ventilador de la recepción del hotel donde trabajaba, en el que cobran 150 dólares por la habitación más barata, pero no tienen como proveer a sus empleados de viento o aire acondicionado, para no fallar en el intento de sonreír y estar pulcros ante los huéspedes. Me seguí quejando y hasta hoy antes de irme lo hago, aun así, Tulum es el lugar donde más tiempo permanecí en este viaje y le estoy haciendo una sentida despedida con palabras escritas. Supongo entonces que, ¿Tulum me adoptó, aunque quisiera lo contrario?
La retrospectiva me hace pensar, cómo pude haber peleado con Tulum si me dio más de lo que pensé, de lo que pedí, si es el punto de partida para errar por Quintana Roo y Quintana Roo absolutamente me enamoró. Además de su presumido Cancún al que inspeccioné vagamente una vez, y de su mini presumido Playa del Carmen de restaurantes y hoteles a la orilla del mar (con sargazo) y la 5ta avenida para gastar dinero en suvenires no mexicanos, detestable por la aglomeración de vendedores de masajes y tours, también estuvo el resto y el resto fue sin medida encantador. Ahora rememoro momentos, días, instantes que se fueron de prisa en cuatro meses, como el viento que me refrescaba en la playa.
LAS PLAYAS DE QUINTANA ROO
Mi vida debería ser en la playa y la única razón por la que no será así es porque me encanta el frío, una contradicción que podría resolverse con una playa en invierno. He visto playas de arena negra, amarilla, con piedras finas, con grandes piedras, con cangrejos, cucarrones, alacranes, desérticas, con sus mares alevosos, serenos, azules, verdes, oscuros, transparentes, pero nunca antes como las quintanarroenses de playa blanca como si fuese harina para hacer pasteles, de océano apacible y degradé de azules allá atrás, donde se acaba el sargazo y comienza el arrecife. Puede que sea una privilegiada y me esté quejando, nunca en la historia escrita se había visto una invasión de sargazo de tal magnitud en las playas de la Riviera Maya, y yo la vi, viví allí mientras ese acontecimiento histórico ocurría.
Mi mejor día en la playa fue en Akumal a 27 kilómetros de Tulum, una bahía donde nadan las tortugas en época de desove, es decir, cuando aquí viví. La playa provocaba quedarse a un buen asoleo y sándwiches preparados al instante, pero provocaba más ir a nadar con snorkel en búsqueda de tortugas. Así lo hice. No pensé que fuera fácil verlas sino que debía buscarlas, esperarlas, pero simplemente allí estaban comiendo en el fondo marino. A la primera que vi la miré tímidamente y me extasié porque tenía bajo su panza a su bebé comiendo también, luego sería vista por el guía de un tour de snorkel que conduciría a su grupo a espantarla. Me alejé de los grupos y encontré a algunas tortugas reposando, otras comiendo, pero el mejor encuentro fue con la gigante limpiada por pequeñas rémoras en su caparazón, estaba sola, así que me quedé nadando sobre ella hipnotizada danzando con su quietud, fue un momento de trance en el que olvidé todo aquello que me rodeaba. La densidad del agua no me dejó percibir la exactitud de la distancia a la que estábamos, hasta que la tortuga impulsó su nado hacia arriba buscando oxígeno y pasó a pocos metros de mi cuerpo sacando su cabecita a la superficie justo al lado de la mía, para respirar y volver a meterse, momento en el que además, una pequeñita nadó desde mis pies hasta mi cabeza y respiró, perdiéndose luego entre las algas y algunos peces. Fuimos ellas, el agua y yo en ese momento, sublime, pequeño instante que compone el rompecabezas de lo que significa la felicidad.
LA MAGIA DE LOS ANCESTROS
Ciudades en ruinas, civilizaciones enterradas y cultos perdidos bajo la tierra de Tulum, de Quintana Roo, es lo que confiere el misticismo a este paraje mexicano.
Soy ladrona, ladrona de información. El día que osada, me fui a medio día a la ciudad amurallada de Tulum, no tenía dinero para pagar un guía, así que me hacía la desentendida y me detenía a “leer” las infografías oxidadas, a “descubrir” los pálidos frescos que aún se ven en la cornisas y a “tomar fotografías”, cuando había un grupo de personas con guía. Entre robo y robo de información, escuché que “El Castillo” es una de las construcciones más importantes por funcionar como faro para dirigir a los navegantes, y evitar el choque de los navíos con la barrera de arrecife, como dato curioso también robado, la segunda más larga del mundo. También me enteré que el agua potable salía de los cenotes, lugares sagrados que extrañaré más que otra cosa de Quintana Roo, y que aún estaban asentados los humanos en este pueblo cuando llegó la invasión española, que Tulum era un centro de culto a los dioses y también una de las escalas de comunicación mercantil y de extracción de recursos marítimos.
Sin embargo el entusiasmo de escribir sobre las ruinas y entender de historia, se esfumó al sentarme en uno de los balcones con vista al mar. La naturaleza es la magia, es el todo, deslumbra sola, no necesitó ingenio humano, es perfecta, equilibrada, permanece y se renueva, a diferencia de nuestras creaciones que exaltamos pero son efímeras. Olvidé que a mi espalda había una antigua ciudad en ruinas y sentí la brisa de colores turquesa sobre mi piel, escuché las voces de la selva que acallan las piedras sobre piedras de antiguos humanos y acallarán las de nosotros también, me sumergí con el alma en la barrera de arrecife más allá de la playa, observé a los turistas ansiosos de selfies y de playas paradisiacas y jugué a no espantar a las iguanas invasoras de Tulum (¿o viceversa?).
Igual así cuando fui a Cobá, otro yacimiento arqueológico maya en el que encontraría la pirámide más alta de la Península de Yucatán, Nohoch Mul, un reto de 120 escalones en piedra irregular, donde probé que la bici había hecho su efecto positivo en mi condición física. La vista en la cima fue impresionante, en el horizonte, se perdía la selva frondosa donde a la vista parecía no existir carreteras o poblados. Titulé este recuerdo como “La Magia de los Ancestros”, sin embargo ha sido siempre la naturaleza, quien hace palpitar mis sentidos y me conmueve. ¿Tendré acaso que dejar de robar información?, ¿pagar por un guía que me ayude a entender los caminos que estoy andando? o, ¿la magia se encuentra en todo?
AMADOS CENOTES
Después de la Era de Hielo cuando el mar comenzó a descender, dejó al descubierto minerales y diferentes tipos de piedra. Los arrecifes que quedaron sobre la superficie tras el deshielo, eran de roca porosa que permitió la filtración del agua de las lluvias, creando así ríos subterráneos que fueron desgastando la roca hasta desplomarla, dando origen a formaciones surreales interconectadas bajo el suelo, tal y como se ven en los cenotes de la Península de Yucatán. Dependiendo del movimiento geológico, algunos se hicieron cavernosos y otros como pequeñas lagunas abiertas. Para los mayas, los cenotes eran fuente de vida por la extracción del agua y los consideraban sagrados por ser una entrada al inframundo, puerta del camino que debían emprender los muertos hacia el lugar donde moraban los dioses y sus ancestros. También fueron punto de sacrificios, rituales y ofrendas mayas.
Así que estos lugares tan mágicos o más que Tulum, se aposentan en piedras desiguales que generan formas extraordinarias bajo el agua o en las cuevas, estalactitas adornadas con murciélagos y colores irracionales verdes y azules. Si hay algo que me ha impresionado de estas fosas con agua en Quintana Roo, son sus colores brillantes y variados de apariencia surreal.
He estado en varios cenotes, tal vez no muchos en relación con la cantidad existente que hasta ahora han sido descubierta, pero si considero que en los suficientes para sentir la energía del inframundo. Por fuera parecen pozos de agua cristalinos con fondos coloreados, sin embargo al sumergirse otros mundo se descubren.
La primera vez que fui a un cenote era abierto, sin cavernas, ya había hecho snorkel con las tortugas en Akumal y en alguna otra ocasión con las mantarrayas de Machalilla en Ecuador, sin embargo la sensación fue particularmente aterradora, las formaciones rocosas del fondo creaban laberintos y cuevas sobrecogedoras, el fondo parecía cercano antes de entrar, pero el snorkel cambió la perspectiva y me di cuenta que el fondo estaba muy lejos de mis pies, lo que me hizo perder la respiración y asustarme al pensar que no sabía flotar aunque lo estuviese haciendo.
Los cenotes atrapan, son silenciosos, profundos, tan transparente el agua como lóbrega su energía. Me acostumbré a nadarlos después, a disfrutarlos, nunca me había sentido en armonía con el agua, con tantas ganas de no irme como en un cenote. El mar casi nunca me apetece nadarlo, tampoco una laguna, siquiera una piscina, pero los cenotes me invitaron. Algunas veces sentía su llamado, entraba, y luego me agarraba un inútil e inexplicable ataque de miedo que me obligaba a salir. Los cavernosos fueron los más complicados de asimilar por su aire solitario de estalactitas colgantes y silencio. Cerca de Cobá fui a dos subterráneos a los que se llegaba solo después de bajar por un hoyo con escaleras infinitas, lo pensé mucho antes de entrar y lo hice, pero sentía energías que recorrían mi cuerpo de ansiedad, tal vez un poco de miedo. No hay animales, pero imaginaba que el cenote arrastraría mi cuerpo a sus profundidades tal y como lo hacía con antiguos mayas elegidos a sacrificar.
De las más impresionante visitas a un cenote, fue del que menos fotografías impresionantes tengo. Una mañana me fui sola en bicicleta a un tour personal de cenotes cerca de Tulum, me dirigí hacia el Cenote Calavera, famoso y destinado al buceo, no al snorkel, no a nadar, aun así me fui para allá. En la entrada un hombre me dijo que podía entrar, pero que no había nadie, que todos los turistas ya se habían ido y estaría sola, pensé lo emocionante que sería estar sola en cambio de estar con una bola de turistas y le dije que no me importaba, aun así iba a entrar. Mientras me vendía el boleto fue bastante repetitivo con la historia de la soledad, lo que no entendí en un primer momento. Me indicó el camino hacia el cenote y me dirigí con ganas de un chapuzón por el calor de 33 grados bajo el sol del mediodía. Me costó trabajo encontrarlo, no era siquiera parecido a los cenotes en los que había estado antes, solo se veía un hoyo y unas escaleras para bajar a él. Me asomé en el hoyo y vi el agua verde cristalina y un bote sucio y escuché ruidos como si algún animal estuviera merodeando para devorarme, pero me había advertido el hombre que el sonido era de las burbujas que dejaba el nitrógeno de los tanques de buceo. Dudé en entrar, pero finalmente bajé las escaleras y lo hice, estaba en medio del hoyo donde entraba la luz y me rodeaba una cueva con murciélagos y sonidos de nitrógeno que hacían eco en las paredes. Mi corazón se aceleró y perdí por un segundo la respiración, traté de controlar mis pensamientos y me tomé unos minutos para sentarme en las escaleras, dejé los pies bajo el agua y muchos peces pequeños, negros, vinieron a mi pie, sentía sus pequeñas bocas acercarse y luego alejarse, me entretuvieron pero no me quitaron la zozobra, no fui capaz de volver a entrar hasta que unos turistas se sumergieron. Nadé con más confianza sabiendo que alguien presenciaría la invención en mi cabeza de la succión del cenote, sin embargo siempre tuve la sensación de estar en un lugar que no solo era un pozo de agua, los peces me perseguían a donde iba y los turistas se reían preguntándose por qué solo a mí. Salí de allí, sin miedo pero con respeto. ¿Sensibilidad o invención?, es lo que aún me pregunto de ese día en el Cenote Calavera.
Fui a muchos más, todos me produjeron diferentes reacciones todas asombrosas, es otro mundo el que se sumerge en el agua dulce de los cenotes, con solo un vistazo a través del visor la perspectiva sensorial se transforma.
En los cenotes, en la playa, en el mar, en el pueblo, hay magia. Yo la sentí, hay energía en este lugar. Ya me voy Tulum, nadé en sensaciones, emergieron de la arena huellas personales y se desataron percepciones más allá de mi entendimiento. Mi lucha fue por no dejarme llevar ante tal cúmulo de impresiones y permanecer cuerda en un pueblo de locos, sin que esto se tome como ofensa. Ahora que me voy ya siento que lo voy a extrañar y que tal vez mágicamente cuando regrese me va a intentar atrapar, o me abortará por haberlo abandonado cuando estábamos en medio de una danza.
Te odié y te amé Tulum, ahora me despido con unas gracias y un hasta luego que me permita otro baile más consciente y menos sensible, para ver si solo con amor te podré recordar.
*La Fotografía de portada fue una colaboración de Giovanni Martínez
3 comentarios en “Mi Vida en el Mágico Tulum”
Hola Natalia, en verdad disfrute tu narracion. Es auténtica y muy aleccionadora. Yo vivo en Querétaro México, y quiero dejarlo todo por ir hacia allá, estoy preparando un viejo camión para Food truck y me encantaría probar suerte con el en ese lugar. Que opinas? Agradecería mucho tus comentarios. Saludos
Hola, que tal… Si te fuiste?
Cuál fue tu experiencia?
Hola Jair, el caribe mexicano me atrapó, me fui de Tulum pero sigo viviendo cerca. Es que México atrapa y no hay manera de irse