¡No experimentaba ningún miedo a volar! Hacía varios años me había aventado primeriza al cielo, colgando de un parapente sobre las montañas de Santander; el lugar de los deportes extremos en Colombia. La facilidad con la que me había adaptado a la altura esa tarde, sorprendió al chico que volaba conmigo -o más bien, quien era mi guía-. Me dijo, que por la ligereza de mi actitud, pareciera que lo hubiera hecho en ocasiones anteriores.
Tuve ganas de regresar algún día; no es una cuestión del diario, esto de lanzarse a volar y no ver más que colores a la distancia. De manera que, aproveché las vacaciones con mi familia; otra manera de viajar, muy diferente a tomar la mochila y despedirse sin escribir un rumbo, pero igual de satisfactoria, por la compañía y el intercambio de ideas de viaje. Uno de los parajes que elegimos de una ruta por Colombia, fue Curití, un pueblito aledaño al impresionante Cañón del Chicamocha, en el nororiente colombiano.
Santander, el departamento donde se encuentra Curití, es uno de «mis lugares» en el mundo. Lo es, por su naturaleza desbordada, donde corren ríos caudalosos y se levantan montañas boscosas, así como áridos desfiladeros. También por sus pueblos, todos pequeños, todos peculiares, todos diferentes; y, porque allí las personas son amablemente oscas. ¿Cómo explicarlo? Me parece que entre santandereanos, no hay espacio para la hipocresía. Los escucho tan directos, recios y frenteros, pero aun así, tan amables, que me cuesta imaginar que esas sonrisas, sean sólo un medio de venta turística.
Rodamos varios días por Santander, bajo el calor húmedo propio del río y del sumidero en el que nos encontrábamos. El regreso a Bogotá se acercaba, pero yo, insistí en que no me devolvería, sin encaramarme al cerro para hacer parapente por segunda vez. Por una carretera empinada, con piedrillas parecidas a la arena, que hacían rodar las llantas del auto, nos dirigimos hacia la base de vuelo en Curití. Aunque había sido persistente, por el entusiasmo que sentía de volver a lanzarme al vacío, también confieso que tenía el corazón en la mano. Para apaciguar tantos latidos, bromeaba con devolvernos; chanceaba a mi papá, diciéndole que protegiéramos el auto y no lo forzáramos a subir. Mi mamá se burlaba, en especial, cuando la pendiente se inclinaba y el camino en subida se hacía eterno. ¿Era la misma carretera de la primera vez?, la percibía más extensa, empinada y aterradora.
Nos tomó 40 minutos llegar a la cima. Sentía el latido de mis venas en el esófago, no me había sucedido antes. Me parecía una curiosidad, que todo el terror, lo hubiese sentido en esta ocasión y no en la anterior. En el alto, nos esperaban mi hermano y mi novio, que hacían parapente por primera vez y estaban más desprevenidos que yo.
No tuvimos tiempo de alistar cámaras ni valentía, cuando comenzaron a llamarnos. El viento, estaba soplando justo para levantar nuestro peso. Sobre mi cabeza, había decenas de parapentistas sobrevolando; unos cerca, otros lejos y algunos de los que no se distinguía mucho más que su forma. La gente bajaba con una sonrisa. Yo, ansiosa, buscaba a David o a Giovanni en la altura, pues no les habían dado ni un minuto para dudarlo, cuando ya estaban colgando en el aire. Trataba de distraerme, tomando fotografías a la cantidad de mini personas voladoras.
En medio de mi búsqueda infructuosa, escuché a una chica que gritó mi nombre y todo fue muy rápido. Casco, arnés, sillín y ¡A VOLAR! Una ráfaga helada me atravesó la espina dorsal, después, estaba en el aire. Abajo, muy lejos, comenzaron a quedar los árboles que ahora se veían sólo como una masa verde y tupida; las personas eran chiquiticas, ya no reconocía a nadie, ni por los colores de su ropa que eran una monocromía; lo único claramente visible, eran mis pies colgando.
Haciendo caso a mi supuesta soltura al volar, me acomodé para tomar fotografías del vuelo, que en la anterior ocasión no me había atrevido; además, el ocaso estaba por llegar y yo estaba muy cerca a este; el sol brillaba frente a mi pies y no sobre mi cabeza, y, como soy una persecutora autoproclamada de atardeceres, no podía perderlo para la colección.
Solté mis manos de las cuerdas, que estaban casi soldadas a éstas. No me había percatado hasta ahora que estaba muy tensa. Comencé a jugar con la cámara: al frente, al sol; hacia abajo, a mis pies; hacia arriba, error. ¡Qué inconveniente!, mirar hacia abajo no me producía ningún temor, pero hacia arriba, hacia el parapente, me ubicaba exactamente en mi posición pendiente, de un aparato que llevaba el viento.
Resulta que, hacía poco, en mi viaje de regreso a casa desde México, había descubierto que sentía miedo al mirar por las ventanillas del avión, si podía vislumbrar la turbina. El abismo me encantaba, pero la turbina me aterraba, así mismo con el parapente. Siendo consciente que podía disfrutarlo, porque ya lo había hecho, me prometí no volver a mirar hacia arriba. Sólo al sol, sólo abajo.
Sin previo aviso, cuando había logrado autocontrolarme, el chico comenzó a hacer maniobras en el aire. Me bamboleó de un lado a otro, y yo, como nunca, comencé a gritar desaforada al mismo tiempo que me reía, lo que él interpretó como extrema emoción y me dio tres volteretas hasta pasar mis pies casi rozando la copa de un árbol, para luego regresarme a la altura en cuestión de segundos. Ahora, descubría que no me daban miedo sino risa nerviosa las maniobras, pero, cuando nos dirigíamos en dirección opuesta al pelotón, mis manos se entumecían contra las cuerdas.
Fue un vaivén en el que me sentí libre y cautiva durante veinte minutos en el aire. A veces, sentía el viento, el sol y el inmenso vacío de las piruetas, como la expresión materializada de instantánea libertad. Otras veces, quería ser una figurilla sin rostro, de las que podía ver hacia abajo. Concluyo que esta vez fue un poco más aterradora que la primera, porque el chico que movía los hilos del aparato, no pronunció ni una palabra en todo el vuelo. No confiaba en él. Al contrario, el chico que había volado conmigo hace dos años, no había permitido que pasaran más de diez segundos en silencio. Así que la altura y el silencio, no parecen ser buenas compañeras.
Luego de muchas vueltas, sustos, adrenalina y miradas abajo, nunca más arriba, regresamos a la base. Una última mirada hacia las montañas verdes y una despedida al sol, fueron el final del recorrido. Me bajé con la piernas temblando y el corazón en la cabeza; el chico que me había conducido por el sinfín del viento, por fin me habló y se despidió con una sonrisa, que hubiese sido más atractiva en la altura cuando estaba entumecida.
Aun con todo y los instantes en que prefería ver mis pies en el piso y no pateando el sol, volvería a intentarlo una vez más. Tantas emociones con la cara al aire, son un nota que me recuerdan mi existencia, momento justo para disfrutar las sensaciones y dar gracias porque estoy aquí, allá, en la tierra y en el cielo. Hay miles de cosas en el mundo que me emocionan y me petrifican. ¿Qué sería la vida sin ese vaivén?