Cuando pienso en el desierto, cualquier desierto, me imagino un lugar árido y hostil donde los pies se hunden en la arena y el insoportable calor provoca sed, pero donde la inmensidad y el continuo horizonte me permiten un encuentro íntimo de reconocimiento interior, porque no hay nada que me distraiga salvo las ráfagas de arena en la dunas. Luego me imagino la noche helada y cubierta de infinitas estrellas en la oscura bóveda celeste, lo más parecido a volar hacia el espacio exterior, 360 grados de oscuridad e inspiradores puntitos brillantes.
Cuando pienso en el mar, cualquiera que sea, me imagino un lugar inmensamente pacífico, donde el sonido de las olas rompiendo en la blanda arena de la playa me lleva a otro estado de conciencia, y donde el agua, cubre delicadamente mis pies por segundos y me invita a sumergirme en tan imponente belleza. Luego pienso en los atardeceres pintados de rojos y amarillos que se esfuman perdiéndose en la oscuridad.
Qué podría suceder entonces en mi imaginación ¿sí fundiera en un solo lugar el desierto con el mar?, o mejor, ¿hubiese sido posible que los imaginara conviviendo? Como si fuera improbable que la naturaleza nos ofreciera tal regalo, me fui a comprobar que el Océano Atlántico tocara el árido desierto del Cabo de la Vela, esperando que Andrés Hurtado, un escritor, viajero y fotógrafo colombiano, no me estuviera mintiendo en uno de sus libros.
Después de casi dos días de viaje desde Bogotá en bus, llegué a las cercanías del último rincón del norte de Sur América. Lo que encontré fue mucho más de lo que esperaba, mucho más de lo que imaginaba. Hacia el oeste, una inmensa pileta de turquesas inmóvil y apacible, que me invitaba a caminar dentro de ella hacia el horizonte azul profundo. Hacia el este, una planicie de arena de la que brotaban algunos cactus y pequeñas hojas, gracias a las torrenciales lluvias del último mes. Hacia el norte y el sur, lo mismo, lo mismo y lo mismo. Por fin, por primera vez en mi vida giraba sobre mi eje, y solo veía la famosa línea imaginaria donde parece juntarse el cielo y la tierra.
Cada día que pasé perdida en el Cabo, caminé por la ardiente arena que me ampollaba fácilmente los pies y me hundí en el mar que no parecía el mismo de una playa a otra, solo era subir algunas piedras para pasar de un pacífico océano en el que podía caminar 200 metros hacia adentro y el agua seguía en mis rodillas, a uno en el que luego de tres pasos ya no podía tocar el suelo y las olas amenazaban con arrastrarme hacia la profundidad. Como si fuera poco, en medio del desierto entré a algunas rancherías, las rústicas casas de los indígenas Wayuu, y me permitieron verlos tejer sus coloridos chinchorros. No es fácil volver a la ciudad después de haber estado en un lugar como el Cabo de la Vela donde el tiempo parece detenerse.
En uno de los ocho días en los que acampé frente a las rancherías, me fui caminando hacia El Faro, un lugar en la cima de una pequeña loma donde el viento pega fuerte, tanto, que es necesario utilizar un saco a pesar de los más de 30 grados en los que se mantiene la temperatura en la Guajira. Allí, es el lugar ideal para ver el atardecer porque se forma una especie de acantilado en el que, parándose en la orilla, no otra hay cosa más que el sol perdiéndose en el mar. Pasé toda la tarde allí persiguiendo iguanas inmensas para fotografiarlas, asomándome al abismo para ver los colores cambiantes del agua según la profundidad y soplando al cielo para que las nubes desaparecieran, todo esto en un inquietante silencio humano, solo se escuchaban las olas y algunos pájaros.
Cuando el sol comenzó a cruzar la línea en la que la nostalgia llega sin explicación, también comenzaron a llegar buses de turistas. Toda la poesía del momento acabó como el día. La gente se reía a carcajadas, gritaban, se paraban frente a mí haciendo caso omiso de mi existencia y no me dejaban ver el cielo, se tomaban fotografías en todas las posiciones y botaban al piso los plásticos de sus comidas. Nadie, absolutamente nadie estaba interesado en disfrutar el atardecer. El silencio apabullante y las sensaciones de plenitud y felicidad cambiaron por fastidio, quería ver el atardecer pero no por verlo sino por sentirlo, por vivirlo. Al final me levanté y me fui, daba igual, las nubes pintaban de gris el cielo y el sol solo se veía como un pálido reflejo.
Entre El Faro y la carpa había largos minutos de caminata, le di la espalda al acantilado y me propuse llegar en el menor tiempo posible para evitar que la oscuridad me hiciera perder el rumbo. Iba con la cabeza baja no solo porque estuviera triste, sino porque escuchaba entre los matorrales extraños ruidos que me parecían de alguna serpiente, tal vez solo era sugestión. De repente, la arena pareció cambiar de color, el amarillo característico del desierto y el verde de las matas bajas se tornaron rojas, era como estar en Marte (supongo que es así). Mi dormida cabeza no entendía el suceso, por un momento pensé que estaba caminando en la dirección incorrecta hacia algún lugar donde la arena fuera colorada, sin embargo tuve la suerte de quitar los ojos del suelo y ponerlos en el cielo que estaba tan rojo como la arena, giré hacia El Faro, y encontré el atardecer más increíble que haya visto en toda mi vida. Las nubes que antes eran grises se habían convertido en rizos de colores expandiéndose hacia el infinito, amarillos, morados, rojos, anaranjados y rosados inundaron el cielo, no se veía si quiera el sol ni sus rayos, solo una explosión de colores. El momento duró muy poco, unos segundos no más, pero fueron suficientes para recordarme el Cabo de la Vela el resto de mi vida.
Me fui de allí con el corazón lleno y el espíritu renovado de energía, ni los buses, ni los turistas, ni siquiera las nubes arruinaron esa tarde perfecta.