Mi Bautizo Mochilero

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Mi compañero mochilero

Tras largos años en búsqueda de un compañero de aventuras, de alguien que quisiera acampar y embarrarse las botas, lo encontré. Era Rodrigo, él, mi amigo incondicional que luego de un tiempo se convertiría en mi novio y, por cuestiones mochileras entre otras cosas, ya no lo somos. Alguien que por fin me llevó la corriente como a los locos y se atrevió a armar viajes conmigo durante cuatro años.

Sin saber qué me depararía mi primer viaje, salí de casa con una mochila llena de diminutas ollas para cocinar y una carpa para dormir; todo estaba recién salido de la tienda, me embarcaba por primera vez en la misión de un viaje con poco presupuesto, sin contar la cantidad desmedida de dinero que gasté comprando mi equipaje. Estaba ansiosa, sentía que este era mi bautizo como mochilera, deseaba tanto salir de mi zona de confort, que a veces me preguntaba si no estaría siendo un poco ridícula tratando de aparentar algo que no era, o, más bien, algo que no había tenido la oportunidad de ser.

El primer destino hacia el que nos dirigimos fue El Tayrona, un lugar con una magia especial que no sabría decir de dónde proviene. Podría encontrarse en el azul profundo y las olas turquesa del Océano Atlántico que se pierden en el extenso horizonte, en el degradé de verdes de la espesa selva que besan la arena blanca de la playa, en las noches colmadas de estrellas fugaces en la bóveda celeste, o, quizás, en los indígenas Arhuacos que caminan de un lado a otro perdiéndose entre los turistas evitando el contacto, salvo para venderles agua en Pueblito, un lugar en la cima de una montaña que conserva vestigios arquitectónicos del pueblo Tayrona; para llegar, se deben transitar caminos construidos por los indígenas hace 500 años.

Caímos varios días en el encanto de este paraíso donde se mezclan la historia y la naturaleza. Nos perdimos entre la selva para encontrarnos con Arhuacos, caminamos playas nudistas con ropa como el resto de turistas, nos zambullimos en el agua cristalina donde podían verse los peces escapando de los pies humanos, cocinamos deliciosas arepas al fuego que nos tomaba prenderlo toda la mañana, nos acostamos en las noches sobre la arena a descubrir y hasta inventar constelaciones y comimos el mejor pan de chocolate que haya probado. Sin embargo, aunque tentadores, no fueron estos placeres ni la magia caribeña los que me llevaron a soñar con darle la vuelta al mundo, fue el primer día que narraré a continuación, en el que entendí que este no podría ser el único viaje de mi vida

Tras levantar nuestra carpa entre gallinas y palmeras luego de haber caminado un par de horas desde la entrada, nos despojamos de los zapatos y nos dirigimos hacia una pequeña salida en medio de una barrera de frondosos árboles que no nos permitían ver la playa. Mi compañero de aventuras jamás había visto el mar en veintiocho años de vida, era curioso porque había viajado a diferentes destinos y conocía un poco más el mundo que yo, tal vez su amor por la montaña, el frío y el silencio, no le permitieron buscar el vasto océano en anteriores travesías.

Como si fuera un niño, curioso y expectante, me preguntó si el sonido que provenía del otro lado de los árboles era el mar, al afirmarle que eran las olas chocando contra las piedras en la playa de Arrecifes, apuró el paso guardando siempre la compostura que lo caracteriza, porque sabía que solo algo inmenso e imponente podría emitir tal sonido. En el momento de atravesar los arbustos se cayó un mito, durante años pensé que Rodrigo era un hombre inconmovible, pero el encuentro por primera vez con la playa blanca y las despampanantes olas reventando con brutal fuerza en las piedras lo invadieron de silencio, vi en su expresión que las palabras habían desaparecido de su boca porque estaban atravesadas en su pecho; fue evidente que por un momento no pudo entender lo que sus ojos veían.

Sonrió, tomo aire y caminó hacia la orilla. Su primer contacto con el agua me recordó mi infancia, vi en sus ojos que estaba teniendo la misma experiencia que yo había tenido 16 años atrás y no podía olvidar, cuando mis papás me llevaron a conocer el mar; esa extraña sensación de los pies hundiéndose involuntariamente en la arena por las olas. Cuando pudo hablar me dijo: “yo sabía que el mar era inmenso, pero nunca me imaginé que fuera tan imponente, nunca me imaginé que fuera lo que estoy viendo”, su voz se quebró y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Ese día, al verlo casi llorar cuando nunca lo hacía frente a mí, al ver sus ojos brillando como si fuera un niño descubriendo el mundo y al sentir su piel erizada de emoción, entendí que yo no había visto nada. Que si el mar podía conmover al inconmovible, debía haber mil cosas en el planeta que me podrían hacer desbordar de sentimientos y sensaciones, ese día, me di cuenta que debía ir a descubrirlas y que solo así, viajando y dejándome sorprender, podría sentir que en realidad estaba viva. Ese día, frente a la playa, me bauticé como mochilera.
¡Gracias Ro!

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Natalia Méndez Sarmiento

Natalia Méndez Sarmiento

Voy por el mundo con una mochila al hombro y una libreta recolectando historias, experiencias, sensaciones, conociendo personas, disfrutando paisajes y escribiendo para difundir mi pasión por los viajes.
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