Pasadas las diez de la noche un autobús nos «abandonó» en el terminal de Bariloche a kilómetros del centro. A esa hora es imposible conseguir un colectivo y caminar no siempre es una buena opción; estábamos cansados, congelados y con las maletas llenas, de manera que le pedimos a un taxista que nos llevara al hospedaje más económico que conociera. El señor muy amable dio algunas vueltas por las calles del pueblo antes de dar con el lugar en el que creyó conveniente dejarnos, un hostal enorme que estaba a nuestra entera disposición, Rodrigo y yo éramos los únicos huéspedes.
Al entrar allí sentí un escalofrío, parecía el set de una película de terror. Eran cuatro pisos con pasillos largos e interminables en los que las luces no encendían en su totalidad, las puertas viejas eran difíciles de abrir y chirreaban al compás del sonido de los zapatos contra la madera, a veces se veían movimientos repentinos de gatos escondidos y nuestra habitación era inmensa con catres desocupados esperando a viajeros que nunca llegaron. Siempre va a estar el cliché en mi cabeza de El Resplandor, esa película de Stanley Kubrick que se desarrolla en un hotel solitario. Me pareció estar en ese lugar, solo faltaban las niñas aquellas al final del pasillo en medio de los ríos de sangre; cuando estaba muy oscuro prefería correr para evitar encontrármelas, en cualquier caso era mejor hacerlo antes que intentar convencer a mi cerebro que solo era producto de la imaginación y la sugestión.
Bariloche era lo que esperaba, un lugar perfecto para los deportes de invierno pero lejos de la maravillosa promesa que me hacían de un hermoso pueblo. Ni la arquitectura, ni las calles, ni el paisaje, se acercan a lo que podría haber imaginado salvo el Centro Cívico, con estructuras de piedra y madera cual pueblo de un libro de Tolkien. Bajando por las empinadas calles de Bariloche me encontraba diariamente con el Nahuel Huapi. Cerca al pueblo pierde la magia por las barricadas en cemento y las construcciones navales invadiendo las playas, sin embargo caminando un poco más lejos de nuevo recobra su espíritu místico de lago glaciar y llega golpeando con fuerza las piedras en la orilla como si fuera el mar, un oleaje difícil de creer para mí, quien relacionaba un lago con la quietud y la calma.
Los días allí transcurrieron tranquilos, el viento helado que atravesaba sus calles nos mantuvo la mayor parte del tiempo resguardados en una feria artesanal cubierta, donde nos permitieron vender durante una semana. Los pocos momentos lejos de allí, los pasamos en El Cerro Campanario, un mirador al que subimos caminando entre árboles mientras los turistas iban cómodos en aerosillas; lastimosamente al llegar a la cima estaba tan nublado que solo vimos los árboles que teníamos frente a nuestras narices y un arco iris pálido entre la niebla.
Colonia Suiza, un lugar en el que hace dos siglos se asentaron inmigrantes suizos, fue el otro lugar hacia el que caminamos en nuestros días de descanso a 25 km de Bariloche, por supuesto todo el trayecto no fue a pie pero si una parte del recorrido. Básicamente, Colonia Suiza es una trocha rodeada de casas de campo, montañas y el cristalino lago Perito Moreno, es muy famoso por su gastronomía en especial por la preparación del curanto, un plato típico hecho al calor de la piedra con carnes, mariscos, papas, legumbres y una cantidad interminable de ingredientes. No lo probé, mi vegetarianismo no me permitió degustar casi ningún plato en los países que visité, mucho menos en Argentina y Uruguay, donde preparar y comer carne hace parte indispensable de la gastronomía. Estuvimos unas horas allí, alejados del bochinche de un típico domingo de feria artesanal y curanto, rebotando piedras en el lago y divagando sobre nuestro destino. A media tarde, nos devolvimos caminando con el pulgar en alto esperando quien nos recogiera; ese día tuvimos suerte, dos autos en trayectos diferentes nos llevaron a Bariloche y en menos de dos horas estábamos en el hostal.
Si digo que recuerdo Bariloche por el Nahuel Huapi, Colonia Suiza o los miradores entre nieblas, estaría mintiendo. Mi recuerdo es de una situación irrepetible e inolvidable tan descontextualizada del viaje y la búsqueda de mi paz interior, como un kit de maquillaje en la maleta de una mochilera. El recuerdo de la situación es una historia que se remonta a mis doce años de edad cuando empecé a ir sin falta al estadio a ver a Millonarios – “mi equipo” de fútbol del alma-. Mi habitación estaba tapizada de afiches y banderas albiazules y mi pasión por escribir, nació de un cuaderno en donde cada fecha hacía mi propia crónica del partido. Mi afición por el fútbol era tal, que el castigo de mi mamá cuando mis calificaciones bajaban en el colegio era no dejarme ir a la cancha. Con el paso del tiempo las prioridades y los intereses cambian, 15 años después el fanatismo disminuyó considerablemente, sin embargo aún en el viaje seguí los resultados de cada juego.
En diciembre de 2012 se cumplían 24 años de no haber salido campeones, pero estábamos en la final de la liga colombiana y el partido de ida se había ido a empate. Así que el amor por el equipo me atrapó de nuevo y me dejaron de interesar La Patagonia, el Nahuel Huapi y el viaje.
La tarde que regresamos de Colonia Suiza era la segunda final en Bogotá, Millonarios vs. Medellin. Busqué el juego online y nos sentamos con Rodrigo en la habitación a verlo, fueron dos horas de angustia sin importar que tan lejos estuviera del Campin – el estadio donde juega Millonarios – . Un desesperante empate a un gol fue el resultado final que llevó a los cobros desde el punto penal, solo alguien apasionado por el fútbol entiende la terrible sensación de ese momento y la poca importancia de la realidad circundante.
Ante el inminente final en el que la suerte es lo único válido, coloqué el computador en el suelo y me arrodillé alternando entre comerme la uñas y taparme los ojos. Cada equipo cobró un penalti efectivo pero Millos se puso en ventaja en el segundo cobro, así que la serie nos favorecía 2 -1 y luego 3-2. Pero, ¿que podría estar definido allí?, aún estaban en juego la mitad de penales. Era el turno de Omar Vásquez para poner la serie 4 – 2 a favor de Millonarios, “por favor, por favor, por favor” era todo lo que yo decía, mientras ponía mis manos en posición de oración, lo que le sucede a muchos aficionados aunque no crean ni en el “rejo de las campanas” como dice mi mamá. Sin embargo los ruegos no funcionaron, el arquero de Medellín tapó el penal e igualaron la serie en el siguiente cobro 3 – 3. Era como volver a empezar pero con menos oportunidades, por un momento llegué a pensar que la estrella 14 se nos escaparía de las manos y después ¿cuándo?, si no era ese 16 de diciembre de 2012, las décadas volverían a pasar antes de ser campeones. La angustia por la derrota me hizo llorar, cada gol de Millonarios me tumbaba al piso y cada gol de Medellín me dejaba estupefacta. Parece no tener sentido que un juego produzca tales emociones, pero es inevitable. Arrodillada frente al computador, con la serie 4 – 3 a nuestro favor y las lágrimas entre mi mejillas y mis manos que no decidían si permitirme o no ver los siguientes cobros, Medellín realizó el quinto tiro y entró en la red, 4 – 4.
Entramos en la fase más terrorífica de los penales, la serie a un solo tiro. Yo permanecía igual, me hubiera encantado estar en el Campin. En alguna ocasión un tiempo después, una persona me dijo que claramente era mejor estar en Bariloche viajando que en el Campin esa noche, pero no fue así, sentía un deseo inmenso de estar en Bogotá, me imaginaba en el estadio, en la misma posición pero con más miedo, con más angustia, con sensaciones de nervios, cosquillas en el cuerpo, corrientazos en la espina dorsal. Nada, ni Bariloche, podrían en ese momento hacerme querer estar en otro lugar que no fuera la cancha.
Delgado, el arquero de Millos cobró el primero de la serie mortal y el balón gloriosamente entró en los tres palos para un alivio de milésimas de segundo. Correa iba por Medellín, si lo cobraba mal Millos era campeón. Me sudaban las manos y sentía una extraña impaciencia en la que esperaba que lo cobrara pero al mismo tiempo no quería que lo hiciera. Mi corazón no aguantaba otra ronda, el jugador se vio muy seguro, bastante prepotente. – Ese tonto se lo “come”– me dijo Rodrigo. Un segundo de extrema tensión, pateó el balón… “¡Se lo tapó! ¡Se lo tapó! ¡Se lo tapó! puta somos campeones”, lamento la grosería pero que le hacemos, los goles y las emociones futboleras en Colombia siempre llevan apellido.
Un solo grito en la habitación ahogado por un nudo en la garganta, no lo podía creer, 24 años esperando ese momento y sucedía en condiciones que nunca me imaginé. ¿Cómo iba a suponer yo que para este acontecimiento no iba a estar en el estadio como cada 15 días, sino en un hostal en Bariloche? se juntaron el mejor viaje de mi vida con algo que esperaba hacía años. Me boté al piso y seguí llorando, mi familia y mis amigos comenzaron a escribirme, todos los que me conocen sabían cuánto significaba para mí. Fue muy extraño, era la única a quien le importaba en no sé cuántos miles de kilómetros a la redonda, seguro en Bogotá la gente enloquecía y a mi alrededor no era si acaso un hecho existente. Solo estaba al lado de quien un año después me pagaría una botella de Absolut, al lado de un hincha del América de Cali con el que apostamos hacía seis años que el equipo de quien primero llegara a la estrella 14 y se ratificara como el más veces campeón de Colombia, se hacía acreedor a esa botella.