Bariloche era el objetivo del día, aunque nuestro entusiasmo por llegar allí era poco. Admito que este viaje no fue del tipo mochilero que busca lugares sin huellas, por el contrario, buscamos los puntos del mapa que estuvieran a la vista de los más cómodos turistas. Sin embargo este pueblo soñado por miles de ellos ya nos parecía demasiado, estábamos saturados solo de su nombre, pero… donde están los turistas están las ventas, si queríamos ir donde nadie iba, antes debíamos pasar por los lugares donde estaban todos.
Entre San Martín de los Andes y Bariloche por la Ruta de los Siete Lagos, está Villa la Angostura, pusimos el ojo en ese punto del mapa y tomamos la famosa carretera entre la cordillera que bordea siete lagos (por eso el nombre de la ruta). Dos horas fue el tiempo que se tomó el bus en recorrer el arduo camino hacia el pueblo, digo arduo porque la cordillera hace que la ruta sea una especie de serpiente escondida entre la montaña, difícil de enfrentar para los débiles de estómago como nosotros dos, cada curva nos enfermó al punto de la palidez extrema y la respiración profunda para no vomitar.
Al recuperarnos del mareo y el malestar sentados en la única silla del pequeño terminal de este pueblo intermedio, salimos a conocerlo. Es diminuto, consta de una avenida principal de cinco cuadras donde está el comercio y el resto son casas regadas entre la montaña. Caminamos media hora en medio de árboles amarillos y abejas gigantes por la única vía que lleva al lago Nahuel Huapi y al Bosque de Arrayanes, este último, un sendero en medio de un paisaje boscoso único en el mundo con cientos de viejos arrayanes al que por cierto no fuimos, porque nos gastábamos caminando muchas horas que no teníamos ese día.
Una vez llegamos al lago, ignoramos la existencia del Bosque de Arrayanes para evitar ataques de inconsciencia que nos empujaran a caminar con afán para salir antes del anochecer de Villa la Angostura, y decidimos emprender una caminata recomendada por un guía turístico en el punto de información del terminal, que nos llevaba hacia los miradores de un pequeño cerro.
Nos llevamos una sorpresa al llegar al inicio de la montaña, cuando vimos puertas en madera y cercas que no nos permitían pasar. Aun así como en paseo de finca colombiano, nos pasamos los palos saltando y llegamos a una casa completamente cerrada. Por las ventanas vimos oficinas, computadores, mapas y letreros gigantes que decían “$100 pesos entrada al mirador”, -¿qué se puede hacer aquí sin que nos saquen plata? me preguntó Rodrigo. Nos miramos y en medio de una extraña confidencia, sin decirnos una palabra, nos tomamos de la mano y comenzamos a subir la montaña como si jamás hubiéramos visto los letreros del costo. Un rato después a Rodrigo le entró en el pecho el arrepentimiento, mientras debo confesar que a mí no, solo me preguntaba cómo era posible que cobraran a tal precio la caminata si no había siquiera un sendero. Vuelvo a la idea en la que me mantengo que estos sitios deberían ser para todo el que quisiera conocerlos y no para “cinco gatos” con dinero.
El camino no era fácil para llegar a los miradores, estaba muy empinado, había lodo y árboles caídos y podridos que nos hacían resbalar, sin embargo esos eran los senderos que nos encantaban, caminar en plataformas diseñadas por el hombre para no mojarse los pies y no ensuciarse las manos son profundamente aburridas y exterminan el espíritu aventurero y el contacto con la naturaleza. No recuerdo cuanto tiempo nos tomó llegar, lo que si recuerdo es que subir me pareció una eternidad y bajar fue en cuestión de minutos.
Había dos miradores hacia playas diferentes del Nahuel Huapi, cuando llegamos allá supe que había valido la pena hacer el esfuerzo de la caminata. Parecía un cuento de hadas, el cerro estaba lleno de árboles que subían al infinito brotando de un piso tapizado en hojas, al asomarnos entre las ramas veíamos el lago inmenso y cristalino con un degradé de azules y verdes bordeados por la cordillera pelada en sus puntos más bajos y los picos más altos cubiertos de hielo que se reflejaban en el lago. Parecía un sueño. Nos sentamos en un mirador desolado a contemplar el paisaje, el viento me empujaba y me ondeaba el pelo, me tapaba los ojos y luchaba con él para poder admirar el agua cristalina desde las alturas. Una vez más como siempre me sucedía me dejaba sin aliento, no creo que exista algo más que pueda sorprenderme de tal manera y conmoverme al punto de llorar, que la naturaleza.
En medio de respiraciones profundas en un intento por purificar mis pulmones y mi alma, a mi cabeza llegaba una frase repetidas ocasiones, ”estamos realmente en la Patagonia”, ¿cómo era posible?, hace unos meses solo era un sueño y una promesa sin cumplir, ahora estaba allá sentada llenándome de la energía de la tierra, entre más lejos estaba más irreal parecía el viaje. Empecé a soñar con llegar más lejos y nunca volver, cada paso, cada experiencia, cada paisaje me inspiraban a cumplir mi sueño de conocer el mundo. “Si pude llegar a la Patagonia puedo llegar donde quiera”, pensaba en ese momento.
La tarde pasó entre oleadas de viento, silencios de admiración y risas nerviosas de sobresalto por haber llegado allí, por estar en ese lugar. Un rato después bajamos y conocimos las blancas y casi inmaculadas playas del lago, me atreví a meter los pies al agua pero no fueron más de diez segundos porque se enfriaron en un momento y sentí dolor, sin embargo había un par de osados con el torso desnudo nadando en las frías aguas del Nahuel Huapi. Los últimos minutos en Villa la Angostura los pasamos entre piedras a las que golpeaban las olas y al retroceder se abría la vista del fondo del lago. Este lugar está como una fotografía sobreexpuesta en mi cabeza, todo tenía un brillo especial que no solo lo regalaba el tenue sol, sino la magia del lago entre la cordillera. No estuvimos mucho tiempo como en otros lugares pero quedó en mi corazón para siempre.