Llegar a la provincia de Jujuy fue la confirmación de la despedida de Argentina. Ya no habría un ferry que en una hora nos llevara de un país a otro, ni punto de retorno que nos salvara. Estábamos en la última provincia hacia el norte limitando con Bolivia. Solo con ver un mapa sentía una inmensa alegría acompañada de un extraño sentimiento de nostalgia, quería atravesar la frontera y conocer otro país pero empezaban a hacerme falta las grises y al mismo tiempo hermosas calles de Buenos Aires, las tardes de mate en San Telmo y las personas, sobre todo las maravillosas personas argentinas que se desbordaban de cariño al escuchar mi acento y hablaban con alegría de Medellín, Cartagena y con propiedad me decían “parcera”.
Como si fuera poco, además de las Cataratas de Iguazú, el Cerro de la Aconcagua, la Patagonia y todos aquellos lugares inolvidables que conocí, Argentina tiene el Cerro de los Siete Colores, una montaña que evidencia con hermosa imponencia el paso del tiempo y nos recuerda que nuestra existencia es solo un segundo en la vida de la tierra. Millares de años se tomó la naturaleza para formar este cerro que parece salido de un cuento. De siete o más colores, se levanta frente a montañas coloradas que resguardan el pequeño pueblo de Purmamarca con sus calles empedradas y empolvadas con tiza roja, sus casas rústicas y blancas que entre sus grietas guardan partículas del paisaje y su plaza principal rodeada de artesanías indígenas, que por momentos es testigo de cóndores que sobrevuelan las montañas.
Acampamos varias noches bajo la sombra del arco iris hecho polvo y el silencio. Caminamos entre los hostiles cerros rojos circundantes golpeados por el viento y subimos entre riscos, piedras y cactus gigantes a un mirador donde vimos lo pequeño del pueblo pero lo inspirador de su paisaje. A pesar de no tener mucho más que hacer allí, yo solo quería respirar la energía y la magia de ese lugar por varios días. Hace mucho que no visitaba un pueblo apacible, tranquilo y hermoso. Era como estar en medio de un sueño tangible.
Acampamos varias noches bajo la sombra del arco iris hecho polvo y el silencio. Caminamos entre los hostiles cerros rojos circundantes golpeados por el viento y subimos entre riscos, piedras y cactus gigantes a un mirador donde vimos lo pequeño del pueblo pero lo inspirador de su paisaje. A pesar de no tener mucho más que hacer allí, yo solo quería respirar la energía y la magia de ese lugar por varios días. Hace mucho que no visitaba un pueblo apacible, tranquilo y hermoso. Era como estar en medio de un sueño tangible.
El último día, después de un fin de semana y un poco más de contemplaciones y caminatas encontré una joyería a la que entré con el objetivo de vender ámbar. Allí, me encontré con una chica quien me compró varias piezas rogando que no fuera a llegar el dueño del negocio quien también era su novio. Temblando y vigilando la puerta, guardó el ámbar en un bolsillo escondido de su bolso, me pagó y se echó a llorar esperando encontrar en mí una confidente contándome sus penas para hacer su angustia más llevadera. Vivía cada segundo de su vida al extremo aparentando amar a un hombre mucho mayor que le prometió la luna y las estrellas, intentaba darle gusto y ser una “buena novia” para no levantar sospechas de su plan de escape, que consistía en conseguir dinero trabajando como mesera sin que él lo supiera, y guardarlo bajo tierra y en cajones escondidos para juntar lo necesario y en una noche de descuido, salir corriendo a la casa de sus padres en Rosario de los que no tenía noticias en varios meses ni ellos de su existencia, porque el hombre era extremadamente celoso y posesivo al punto de prohibirle el contacto con su familia, amenazarla y maltratarla. Antes de tomar el bus, pasé a despedirme de ella y solo recuerdo su cara de angustia y sus ojos hechos un río. No podía creer que en ese paraíso viviera alguien con tanta angustia.