Las grandes expectativas que tenía por conocer Salta se fueron al olvido al llegar allí. La ciudad no me gustó, si bien es pequeña también es caótica, sus calles no me evocaban sentimiento alguno y las personas no fueron hospitalarias. Nos topamos con muchas situaciones desconcertantes frente a lo que conocíamos y además adorábamos de los argentinos: su amabilidad. A los pocos días me quería ir, sin embargo intentaba tener siempre presente que lo bien o mal que pudiera pasarla dependía de mi actitud, y no tenía por qué hacer de esta ciudad un infierno si me estaba brindando la oportunidad de conocer personas. Viajando en pareja y sobre todo una como nosotros, es muy difícil entablar conversaciones con otros o hacer amistades. Yo por un lado soy una persona tímida y Rodrigo es una persona apática, así que nos encerrábamos en un cascarón de antipatía sin quererlo. Sin embargo cuando no estábamos juntos curiosamente hacíamos amigos y nos encontrábamos para contarnos historias que en pareja no vivíamos. Por mi parte, me encantaba sonreír y saludar a desconocidos, este viaje me estaba cambiando e increíblemente me estaba convirtiendo en una persona con más carisma y así pude compartir con personas increíbles en Salta como belgas, españoles, australianos y porteños que andaban siempre en la cocina del hostal, y una italiana quien me enseñó a hacer una auténtica salsa napolitana. Si bien no recuerdo a Salta como un hermoso lugar si tengo recuerdos casi vivos de la personas que conocí.
Entre estas personas estaba Isaac, un artesano cordobés con quien “parchamos” los cinco días que estuvimos allí y quien salvó nuestro bolsillo contactándonos con el director del Museo de Ciencias Naturales de Salta. Lamentablemente no tuve la fortuna de conocerlo y hablar con él porque se citó con Rodrigo y solo él entró en su oficina, mientras yo esperé dos horas sentada en un parque a que la reunión terminara. Digo que es lamentable porque Rodrigo me contó que el hombre era un hinduista que hacía terapias de alineación de chacras, creía en vidas pasadas, meditaba y solo sonreía. Me hubiera encantado conocerlo. Pero la razón por la que nos salvó el bolsillo es porque además de sus características anteriores, era también un aficionado y coleccionista de ámbar que al ver las piezas que llevábamos para vender, enloqueció de ambición a pesar de sus creencias y las compró casi todas. Con ese dinero me entusiasmé por ir a 400 kilómetros al occidente de Salta donde se encontraba un sueño más, un destino al que veía en los mapas y no resistía las ganas de conocerlo, el desierto de Atacama. No estaba en los planes ir pero podría ser como tantas cosas que no estaban planeadas y terminaban siendo grandiosas. Después de darle vueltas al asunto tomamos la decisión de averiguar los precios y viajar a Chile; fuimos al terminal de Salta, existían dos empresas de buses que hacían la ruta hasta Antofagasta, nos dieron los precios de los tiquetes y estábamos a punto de comprarlos hasta que surgió la pregunta del millón:
– Chicos, ¿de dónde son?
– Colombianos-
– Para poder ir al desierto deben tener una bolsa de viaje de 3000 dólares cada uno, un certificado que compruebe que tienen un trabajo en Colombia y tarjetas débito o crédito.
Ni la primera, ni la segunda, ni la tercera.
-¿Por qué?- pregunté
Me respondieron lo que no quería escuchar, pero lo veía como posible incluso antes de preguntar:
-Es una exigencia que hace migración a los ecuatorianos y colombianos para poder entrar a Chile. Si no muestran estos papeles los van a devolver-.
Infinita discriminación, una vez más nuestra nacionalidad nos ponía una pared enfrente. Al parecer gran cantidad de inmigrantes ilegales colombianos llegan y se quedan a trabajar en Antofagasta y demás pueblos cercanos al desierto de Atacama, por supuesto nosotros colombianos y vendiendo artesanías, no nos iban a dejar pasar. Incluso nos advirtieron que era posible que aun comprando los pasajes ida y vuelta y cumpliendo con los requisitos, al llegar a la frontera nos devolvieran perdiendo el dinero de los pasajes. Ya nos habían contado unos amigos colombianos en Buenos Aires que atravesaron Argentina de oriente a occidente en auto para entrar a Chile, que los habían devuelto. Esto solo era solo una confirmación.
Nos aconsejaron ir al consulado chileno y rogar por un permiso especial para poder pasar pero el orgullo nos ganó. Para nosotros fue suficiente humillación no permitirnos conocer un espectáculo natural de toda la humanidad por ser colombianos, como para ir y rogar por un permiso. Como nos había dicho la sabia Susy amiga de mi tía Marta en una tarde de té en su casa en Buenos Aires: “donde no me ponen silla no me siento”, hablando precisamente de la cantidad de países que le exigen visa a los colombianos.
*La imagen de portada es de La Quebrada de las Conchas en la provincia de Salta – Argentina.