El Paso a Otra Dimensión

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Humahuaca_CuentosDeMochila1Los pueblos en el norte argentino son muy similares tratándose del paisaje. Calles empedradas, casas antiguas y áridos cerros fueron el común denominador incluyendo a Humahuaca, que se diferenciaba principalmente por su gran monumento a Los Héroes de la Independencia, erguido al final de un poco más de cien escalones difíciles de subir debido a los 3000 m.s.n.m.  No era común un tiempo atrás que esta altura llegara a afectarme, estaba acostumbrada a los “2600 metros más cerca de las estrellas” de mi ciudad natal, sin embargo siete meses viviendo en otras condiciones parecían haber desacostumbrado a mi cuerpo.

Nos hospedamos solo un par de días en el hostal de un argentino quien nos contó su historia de vida mientras cocinábamos pasta para la cena. Cuando tenía 17 años salió de Buenos Aires sin un peso en el bolsillo y sin avisarle a su familia, le dio la vuelta al mundo trabajando por lo general en negocios ilegales de los que no quiso profundizar, y doce años después regresó a informar que estaba vivo enterándose que ya a nadie le interesaba su vida. Nos sugirió una y otra vez hacer lo mismo y vivir “libremente”, sin embargo no creo justa una desaparición planeada de mi familia que todo me lo ha dado y no creo poder sentirme libre si estoy atada a la soledad y a la vergüenza de volver.

Aunque seguíamos en Argentina todos mis pensamientos estaban puestos en Bolivia, las referencias del nuevo destino oscilaban entre el fastidio y la aventura. Uno de los comentarios más acertados fue el de una chica argentina en Cafayate con la que conversé una tarde en la plaza acerca de viajes y destinos: ”Para ir a Bolivia tenés que tener una re buena onda piba, si no es así no vayás porque te vas a joder. Es posible que te quedés atrapada en medio de la ruta cagándote de frío, porque están quedados en el tiempo dos siglos y no tienen carreteras. Pero vale la pena. Parece otro mundo”. A ese mundo nos encaminábamos tomando un bus hacia La Quiaca, el pueblo argentino fronterizo a una hora de Humahuaca.
DimensiónHumahuaca_Cuentos_De_MochilaJusto el día de partir hacia Bolivia mi cuerpo comenzó a responder negativamente a los cambios atmosféricos, por lo que tenía dolor de cabeza y no podía respirar. Sin embargo sabía en un rincón escondido entre mi alma y mi incansable racionalidad, que algo mucho más fuerte que la altura era lo que me enfermaba: el miedo y la injustificable angustia a esta “altura” del viaje  por lo desconocido. La respuesta de mi cuerpo a la falta de oxígeno la fui calmando con té de coca para evitar el soroche, pero la ansiedad me seguía atormentando. No podía dejar de pensar que tan radical sería el cambio de país y cual sería nuestra suerte en adelante, ya no teníamos amigos ni punto de retorno, Argentina que se había convertido en nuestro hogar, en nuestro lugar seguro y conocido, se iba a quedar atrás y comenzaba toda una nueva aventura.

Una vez llegamos al terminal caminamos 15 minutos hasta el paso fronterizo escondiendo nuestras artesanías, nos habían advertido una y otra vez diferentes artesanos durante el recorrido por Argentina, que si en migración de Bolivia se daban cuenta que éramos artesanos, o no nos dejaban pasar o nos quitaban todo. Ya con eso el miedo era grande, de donde salíamos teníamos derecho a trabajar y podíamos ir por ahí con nuestros trapos sin problema, pasando la frontera todo el panorama cambiaba y si nos veían trabajando podrían hasta deportarnos. La historia de la deportación la escuchamos de varias personas en el camino, las autoridades nos podrían pedir permiso de trabajo y si no lo teníamos nos mandaban a la cárcel a pasar un buen rato, hasta que un gran número de colombianos se dejaran pillar para devolvernos a todos como ganado a nuestro país.

Cada tema me angustiaba, si no podíamos trabajar en Bolivia debíamos ser muy cuidadosos con lo ahorrado para no quedarnos a mitad de camino y si nos quedábamos sin dinero debíamos arriesgarnos a trabajar con la amenaza de “la migra” encima. Con la presión de un viaje sin riesgos en el camino, nunca nos atrevimos a buscar la manera de seguir andando a pesar de las amenazas. Ciertas decisiones aunque parecían sensatas en ese momento nos privaron de experiencias y destinos. El miedo ganó la batalla una y otra vez, me di cuenta de eso al conocer después a personas que se rebuscaron la manera de seguir en Bolivia sin arriesgarse. Para mi próximo viaje pienso llevar como bandera una frase que no puedo citar porque andaba por ahí perdida entre las redes sociales de manera que no sé a qué genio se le ocurrió, pero quedó grabada más que en mi cabeza en mi corazón: “la vida informa que la falta de coraje causa pérdida de momentos increíbles”.

La fila en migración fue ridículamente extensa, durante tres horas estuvimos bajo el sol esperando un sello. Por suerte siempre había alguien a quien conocer, ese día fue el turno de encontrarnos a Kenji, un japonés de 30 años a quien admiro y sueño tener una aventura como la de él. No hablaba muy bien español pero pudo comunicarse de manera fluida con un alemán en su idioma que venía de Ushuaia e iba para Lima en bicicleta, y en hebreo con israelitas que pelearon con todos en la fila porque siendo los reyes del universo, querían ser los primeros en pasar a pesar de llegar tarde, una vez más choqué con la idiosincrasia de ese pueblo. Kenji nos contó que cada idioma aprendido lo había hecho durante su viaje, uno de cuatro años dándole la vuelta al mundo. Con el tiempo me enteré que tenía un gran trabajo en Japón y durante dos años vivió en las mínimas condiciones, no tomaba un taxi, no salía a ningún lugar a gastar dinero, montaba en bicicleta y comía lo justo, todo con el fin de ahorrar y recorrer el mundo -esa es la historia que cuenta, pero yo incrédula pienso que se “enguacó”, en colombiano, que encontró un entierro o guaca donde se sepultaban a los indígenas con sus tesoros -. Sea como sea lo logró, para finales del 2013 no tenía espacio es su pasaporte para más sellos. Cuando en ciertas conversaciones banales surge la pregunta: ¿qué harías si te ganaras la lotería? Mi respuesta es clara y contundente: “haría la de Kenji”.

Pasamos por migración y seguimos todas las recomendaciones que nos habían dado, si nos preguntaban que hacíamos, éramos diseñadores gráficos que estábamos de turistas; si nos preguntaban cuánto dinero llevábamos, debíamos decir que un poco más del que en realidad teníamos; si nos revisaban los billetes, debían estar envueltos en fajos para que parecieran más; si nos preguntaban de donde sacaríamos plata si se nos acababa, debíamos mostrar una tarjeta débito o crédito así no fuera nuestra, todo con el fin de hacerlos pensar que íbamos a darle plata a Bolivia y no sacarle plata a los Bolivianos trabajando ilegalmente. Finalmente fueron tantas recomendaciones y tanto miedo que no pasó absolutamente nada, sellaron nuestro pasaporte y nos dieron solamente un mes de permiso para permanecer en su país.

Una vez atravesamos el puente hacia Villazón entramos en otra dimensión. Era un pueblo caótico y desastroso, por donde se mirara había comercio y misceláneas, la amabilidad a la que nos estábamos acostumbrando en Argentina de pronto había desaparecido y las personas no saludaban, no se preocupaban por el turista y solo pensaban en sacarnos el dinero por cualquier paso que diéramos o servicio que necesitáramos.

Caminamos unas cuadras hasta encontrar el terminal, íbamos con Kenji, él nos contaba que Bolivia no era tan caótico comparado con algunos países de África en donde el desorden era monumental, para subirse a los buses la gente debía ir colgada de las ventanas y hasta en el techo, así que el caos boliviano para Kenji no era mucho en comparación con otros países que había visitado. Entramos en el terminal y nos encontramos con un pasillo muy corto del que derivaban tres pasillos más, todo era oscuro, no había casi luz y los vendedores no permitían el paso con tal de convencernos de tomar su servicio. Finalmente logramos hacernos espacio entre el tumulto y compramos tres tiquetes para ir hacia Tupiza. Esperamos frente al terminal la llegada del colectivo mientras nos ardían los ojos con cada polvareda que se levantaba al estacionar un bus, debíamos estar pendientes del color de este ya que nadie nos avisaría bajo ninguna circunstancia que nuestro transporte llegaba. Una hora después nos subimos en una van y comencé a pensar en todas las historias que nos contaban de Bolivia, supe inmediatamente que no era una exageración o mala suerte; la mayoría de pasajeros eran cholas con grandes vestidos cargadas de bolsas llenas de comida que desprendían un hedor a cebolla y gallina. Nos fuimos rumbo a Tupiza con una chola  plácidamente dormida en mi hombro y yo en el de ella porque el sueño me agarró y no me soltó.La Quiaca Cuentos De Mochila
Un par de horas después llegamos a Tupiza a una terminal que parecía más organizada y donde  buscamos pasajes para llegar a Uyuni; en cada taquilla nos decían diferentes precios y todos triplicaban el valor recomendado por viajeros. Con Kenji a nuestro lado y mi cabello rubio entre postizo y natural, nos creían turistas con dólares o euros, llegaron a hablarme en inglés para que les entendiera y nos querían “dar en la cabeza” como se dice coloquialmente. Recuerdo que la persona que nos vendió los pasajes nos dio un precio, después de rogarle un rato nos hizo un pequeño descuento, pero mágicamente cuando íbamos a sacar el dinero se acordó que los pasajes eran más caros porque el bus no podía tomar la ruta directa a Uyuni sino debía desviarse. Lo más probable es que nos hayan “tumbado” pero a las 4 de la tarde en Tupiza con ganas de llegar a Uyuni, que importaba, finalmente en Bolivia todo era barato y un boliviano más o uno menos no significaba una gran pérdida económica.

Nos sentamos a esperar el bus que saldría a las 5 de la tarde, nos dieron las 6, las 7, las 8 y seguíamos sentados esperando, nos dimos el tiempo de conocer aún más a Kenji, nos deleitamos con el espectáculo de dos cholas insultándose entre sí porque una le estaba robando el marido a la otra y vimos personas esperando el mismo bus, la mayoría cholas con sus canastas y bebés a la espalda, el resto turistas que con el paso del tiempo nos íbamos desesperando. Al parecer no valía la pena pelear o discutir por la demora porque siempre era así y los bolivianos no prestan atención a las peleas, el bus estaba demorado, era así, punto.

Con tres horas de retraso llegó el bus, desde afuera parecía común y corriente pero sin filas o sillas numeradas, si no nos dábamos prisa podríamos incluso quedarnos sin asiento. Después de darnos paso entre empujones y codazos logramos subirnos, el recuerdo que me llega a la mente es de un lugar oscuro que olía a cebolla y mazorca, los asientos tenían pegotes de algo que no quise averiguar, los bebés de las cholas estaban durmiendo en el pasillo y al sentarnos casi nos rompemos el coxis con las sillas destartaladas e increíblemente incómodas. La ventana… no había ventana, era el hueco tapado con un plástico negro y el frío comenzaba a hacerse sentir en el bus. Kenji se encontró con unos ex compañeros de viaje, tres mexicanos que estaban peleando porque habían vendido sobrecupo y uno de ellos no tenía en donde sentarse, debido a este problema nos tomó una hora más partir. Mientras tanto conocimos a Gisselle y Javi, dos argentinos que andaban de turistas; hablamos de Colombia porque Javi lo conocía y de nuestro viaje por Argentina.

Después de cinco horas de espera desde que llegamos a Tupiza arrancamos y no sospechábamos que este viaje iba a ser una tortura para nuestro cuerpo. Me arropé muy bien y me dispuse a dormir sobre la piernas de Rodrigo como lo hacía en todos los viajes nocturnos, en los que podía permanecer acostada dos o tres horas seguidas antes que mis piernas se durmieran, pero estaba pensando en buses argentinos que tenían sillas amplias y cómodas y las carreteras estaban pavimentadas, pero en este recorrido era imposible si quiera intentarlo.

El frío penetraba mis huesos por más cobijas y chaquetas que llevara encima porque el plástico que tapaba el hueco de la ventana no era suficiente y el resto de ventanas chirriaban y no cerraban bien, cada movimiento del bus me clavaba la silla en las costillas, el olor a comida era asqueroso y no se podía ver nada hacía afuera salvo un hermosísimo cielo estrellado porque no había postes de luz. Ante esto intenté disfrutar el paisaje nocturno esperando poder dormir un poco hasta que el bus se convirtió en una licuadora, la mayor parte del trayecto era trocha y yo saltaba al compás de los huecos de la carretera, parecía que en cualquier momento nos fuéramos a quedar en el piso. Solo podía repetirme como un mantra “para ir a Bolivia tenés que tener una re buena onda piba”, “para ir a Bolivia tenés que tener una re buena onda piba”. Finalmente sin costillas ni coxis, llegamos a las 6 de la mañana a Uyuni.

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Natalia Méndez Sarmiento

Natalia Méndez Sarmiento

Voy por el mundo con una mochila al hombro y una libreta recolectando historias, experiencias, sensaciones, conociendo personas, disfrutando paisajes y escribiendo para difundir mi pasión por los viajes.
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