El clima cambió radicalmente para nosotros, pasamos del calor del verano y las ciudades costeras en Perú, a la montaña ecuatoriana donde el viento y el frío son imponentes. Nos sentamos durante un par de horas a esperar que abrieran las casas de cambio y los puntos de información turística en el terminal de Cuenca. Mientras el tiempo pasaba vimos noticas ecuatorianas y letreros que para mí eran inverosímiles “por educación no escupa en el piso”, ¿en qué clase de mundo vivimos que nos tienen que advertir que no podemos escupir en el piso de un terminal? Me dio mucha risa, pero lo peor, es que una vez lo leí me empecé a dar cuenta que todos escupían.
Cuenca es una ciudad hermosa, el centro histórico es patrimonio de la humanidad reconocido por la UNESCO. Me llamó la atención que la arquitectura colonial se conservara y la nueva se adecuara para que todo fuera un conjunto. Como en muchos lugares de Suramérica hay iglesias en cada esquina que recuerdan la colonia y la imposición de la religión católica. Aunque no comparto estas creencias, los templos por ser tan importantes para los habitantes se conservan en buenas condiciones y hacen parte de la magia del lugar. La Catedral de la Inmaculada que se levanta en la plaza principal, con grandes vitrales y cúpulas inmensas que sobresalen de los techos de las casas y demás construcciones, es uno de los mayores orgullos arquitectónicos de Cuenca.
Como siempre sucedía dimos vueltas, tomamos fotos, caminamos una y otra vez buscando la plaza de mercado y como un gran acontecimiento nos dimos el “lujo” de tomar un citytour en un bus de dos pisos sin techo que nos costó dos dólares. Esta fue la experiencia más extrema del viaje, el bus pasaba elegante y descapotado a gran velocidad por la ciudad mientras nos pedían amablemente pero con cierta urgencia que nos agacháramos porque o bien un árbol podría sacarnos un ojo o los cables colgados de los postes podrían electrocutarnos, o porque no, ahorcarnos. Era toda una odisea y por alguna razón cada vez que nos pedían que nos agacháramos yo me descocía de la risa.
A 30 kilómetros de Cuenca se encuentra el Parque Nacional Cajas, una reserva natural en medio de la Cordillera de Los Andes, a la que llegamos tomando un bus en el Terminal Sur por menos de USD2. En la entrada por la Laguna Toreadora nos recibió una guarda parques y nos explicó los caminos por recorrer, debíamos ser exactos con el sendero porque si algo nos sucedía podrían buscarnos y encontrarnos fácil. Existían dos recorridos rápidos para hacer en unas cuantas horas, uno era darle la vuelta a una laguna y el otro era subiendo la montaña, con la sed que teníamos por embarrarnos y esforzarnos, tomamos este último camino.
Comenzamos a bordear la laguna Toreadora en medio de un paisaje de montaña hermoso como suele ser con árboles, lodo, pasto y agua, era donde quería estar. A medida que avanzábamos el camino se hacía más difícil, los senderos no estaban demarcados y a veces tomábamos la ruta equivocada llegando a un peñasco o a un río imposible de atravesar, era un juego entre la naturaleza y nosotros que finalmente nos retó a subir a una montaña a 3000 m.s.n.m. Me la estaba poniendo difícil porque, aunque quería llegar a la cima mi corazón latía fuerte y no podía respirar por la altura, sin embargo mi entusiasmo era muy grande y con la ayuda de Rodrigo llegamos a una cima de la cadena montañosa, éramos los únicos caminando los senderos lo que hacía esa tarde perfecta. No sé si pueda ser un pensamiento egoísta, pero me llenan el espíritu este tipo de lugares donde muy poca gente llega, porque los pocos que lo hacen en realidad valoran lo que ven.
Nos sentamos a contemplar la Cordillera de los Andes que protegía lagunas y arroyos en el abismo, por momentos la neblina tapaba el paisaje y se creaba un ambiente perfecto para momentos de introspección sintiendo la montaña imponente que nos envolvía sigilosa. Caminamos durante un rato por el filo de la cordillera con el precipicio a lado y lado pero no daba miedo, todo lo contrario, nos desafiaba a atravesarlo y llegar al otro lado para comenzar el descenso que fue aún más difícil que el ascenso. La montaña era empinada y los últimos días había llovido lo que hizo que el terreno fuera un lodazal en el que nos resbalábamos cada tantos pasos, había momentos en los que la aventura y la recocha de caerse, ensuciarse las manos y resbalarse era peligrosa porque la verticalidad era tal que frenar no era una opción y las piedras afiladas del camino podrían lastimarnos.
Rodrigo se caía muchas veces, un par de estas me empujó sin querer y rodamos ensuciándonos hasta el pelo, cada vez que sucedía nos reíamos y nos levantábamos; su inestabilidad se debía a que llevaba nueve meses caminando en montañas, glaciares, carreteras y hasta en la playa con los mismos zapatos que ya no aguantaban más y estaban rotos por todos lados y con la suela plana sin ningún tipo de agarre, hacía nueve meses eran botas aptas para el trekking y la aventura pero en el Cajas era como andar descalzo. La última vez que Rodrigo se resbaló, cayó hacia adelante y puso las manos en el suelo para no golpearse más fuerte, en ese momento dejó de ser gracioso porque en cambio de reírse se quejaba, corrí a ver que le había sucedido y al levantarse vi sus manos llenas de sangre, al limpiarlas nos dimos cuenta que estaban llenas de espinas de todos los tamaños, desde grandes que eran fáciles de sacar, hasta hilitos que irritaban su piel pero eran imposibles de extraer. Más de dos días estuvimos buscando con un cortaúñas, diminutos pedazos de plantas que no se veían pero le enrojecían la piel y le hacían doler.
De vuelta a Cuenca caminamos por la carretera bajo una fuerte lluvia esperando que pasara el bus de regreso. Estábamos felices, por fin después de varios días de ciudad en ciudad volvíamos a lo que nos encantaba, las caminatas, el esfuerzo físico, la naturaleza, la ropa sucia, las heridas de guerra y el cansancio que prometía una noche absolutamente plena.