En Ecuador el transporte intermunicipal es un desastre, por ser un país relativamente pequeño en comparación con otros que habíamos andado, pensé que trasladarnos de un lugar a otro sería rápido, pero la sorpresa fue que para llegar a cualquier destino nos tocaba tomar dos, tres o hasta cuatro buses.
Para llegar a Montañita desde Cuenca, fuimos primero a Guayaquil en plena Semana Santa, por supuesto el terminal estaba lleno de personas que se dirigían hacia el mismo destino que nosotros y nos tomó cuatro horas poder conseguir un pasaje, por suerte siempre teníamos algo que hacer como sentarnos a jugar “ahorcado”; una vez comprados los tiquetes y esperado la llamada para abordar, debimos sentarnos un par de horas más porque el desorden era monumental, nos subían a un bus y después nos bajaban porque ese no era el indicado y así sucedió tres veces hasta que milagrosamente nos embutieron en un colectivo y llegamos en la noche al famoso pueblo. Una vez el pie en el suelo nos vimos rodeados por personas que intentaban vendernos sus servicios de hospedaje, pero fieles a nuestros “principios” de no dejarnos apabullar, nos escabullimos entre la multitud y buscamos por nuestra cuenta un camping.
Montañita es un pueblo chiquitico con sus calles en piedra, las casas que por lo general son locales comerciales o restaurantes coloridos y rústicos y la playa que es el límite. Es muy pequeño pero cabe mucha gente y el ambiente es divertido, es como un oasis donde todos sonríen y la pasan bien. Admito que al principio me desesperó porque la gente va de fiesta y se escucha reggeaton a todo volumen en la caseta de perros calientes, el bar de al lado con otra música al mismo volumen y el siguiente bar en la misma condición, así que no es lo ideal para mí, pero algo tiene porque a pesar de las circunstancias, mis oídos se cerraban cuando Rodrigo preguntaba si ya nos íbamos.
Ese algo que me enamoró puede encontrarse escondido en la palabra “trópico”, hacía nueve meses venía recorriendo países con estaciones donde los cambios de clima no permiten la cosecha de gran variedad de frutas, pero en Ecuador estábamos en la mitad del mundo lo que me hizo extremadamente feliz. Después de tanto tiempo volví a sentir el sabor de la mora, la papaya, el kiwi, las mezclas de banano con limón, el lulo, el maracuyá… me enloquecí, todos los días quería tomarme un jugo. Como si fuera poco, ¡el agua de mar era tibia!, nunca antes había entendido porque las personas hablaban del Caribe colombiano como el paraíso por las olas cálidas, en este recorrido por Sur América logré entenderlo, de las aguas de Uruguay en verano al océano en Ecuador hay una diferencia inmensa. Aunque el Caribe en Colombia y el Pacífico en Ecuador son muy diferentes, en ese concepto es la misma idea. Este tipo de cosas parecen insignificantes pero me hacían valorar mi país y su ubicación en el trópico, la cantidad de alimentos que podía saborear era inmensa, se quedaban atrás el agua y la manzana.
El mismo día que encontré una caseta vendiendo batidos pedí uno de mora en leche, es una de las frutas que me encanta y sobre todo en jugo es grandiosa. Lo sirvieron, puse el pitillo en mi boca y fue una explosión de sabor. Recuerdo la sensación, el lugar y la alegría, hasta foto de este maravilloso reencuentro quedó registrada. No se me van a olvidar los batidos ecuatorianos y la sensación de felicidad por algo tan simple. Durante 26 años de vida, me enseñó el mundo que la felicidad se alcanzaba cuando tuviera el éxito en las manos y el éxito se lograba haciendo lo que tenía que hacer: estudiando, desempeñándome en altos cargos dentro de mi profesión y obteniendo grandes beneficios económicos al respecto para comprar objetos materiales y vivir cómodamente, poder mantener a mis hijos y esperar mí muerte con la satisfacción de haber tenido una casa, un buen carro y haberme podido ir de vacaciones a un crucero por el Caribe. Casi nunca estuve de acuerdo, por eso tantas discusiones con mi familia, con mis amigos y hasta peleas internas. Este viaje, fue la confirmación que la felicidad no tiene nada que ver con la competencia, el éxito y el dinero, sino en vivir a plenitud cada día mi vida, cada instante, así sea uno tan simple como tomarme un jugo de mora.