La Plaza de Armas fue mi lugar preferido en Lima. Las fachadas amarillas de edificios gubernamentales, contrastan de manera maravillosa con los balcones típicos limeños en madera; sumado a esto, los jardines coloridos del medio y las altas palmas que los vigilan, hacen de este lugar una armonía entre la arquitectura y la naturaleza, un equilibrio perfecto.
Me encantaba pasar por allí y tomar fotografías una y otra vez. El centro guarda una peculiar arquitectura que no había visto y como es generalidad en Perú, hay vestigios hacia donde se mire de la cultura Inca y la colonización. Dentro de la misma ciudad se pueden encontrar algunas ruinas arqueológicas y por lo mismo está cargada de historia. No recuerdo cuantas veces dimos vueltas por los mismos lugares en un solo día, nos encargamos de meternos en museos, parques y recovecos del centro. Entre esos recovecos entramos al barrio chino en medio de una cantidad inimaginable de personas transitando por allí, haciendo sus compras y entrando a la plaza de mercado lo cual para nosotros era estupendo encontrar porque conseguíamos almuerzos grandes, típicos y económicos.
Me encanta darle “contentillo” a mi estómago, en conversaciones banales pero típicas con mis amigas siempre me reclaman porque soy flaquita, piensan que hago una dieta especial o que aguanto hambre durante días, pero no, jamás me atrevería salvo por cuestiones se salud a no comer una pasta napolitana así esté llena de harina y aceite o a no disfrutar una deliciosa tajada de torta de chocolate porque el azúcar y la mantequilla podrían engordarme, nunca, no hay mayor placer para mí que sentarme a disfrutar de un rico plato. Como ya lo he dicho en otras ocasiones ser vegetariana me cierra la puerta a esa parte de los viajes que tantos disfrutan titulado “conociendo la gastronomía”. Perú es muy famoso por su comida y a veces me daban ganas de mandar al diablo mis ideales y probar todo lo que me pusieran al frente, pero no, menos mal siempre trato de ser coherente entre lo que hago y lo que digo y después de cinco años sin probar un animal no me atrevería a comprar una cacerola llena de pescados y mariscos. Sin embargo aunque el ceviche es muy famoso no es lo único en Perú, por suerte existe la papa a la huancaína y me di gusto hasta chuparme los dedos. Consiste en un plato con rodajas de papa sancochada, huevo y aceitunas cubierto con una salsa que lleva su nombre en honor a la ciudad de Huancayo, tiene una gran cantidad de ingredientes sencillos pero deliciosos que con solo escribirlos se me hace agua la boca: queso, aceite, sal y ají amarillo. ¡Me encantó!
Como en todos los lugares del mundo siempre hay un lado oscuro, aún no se lo había visto a Perú pero iba prevenida porque no recuerdo un solo mochilero en el camino que no me hubiera hecho la recomendación de tener cuidado para que no me fueran a robar en la calle, en el hostal, en el bus o en donde fuera. Era muy incómodo caminar por allí con esa sensación de inseguridad e ir con prejuicios ante personas que me trataban bien, además estaba convencida que lo importante en Perú o en cualquier lugar era “no dar papaya” – expresión con la que en Colombia nos referimos a no dar oportunidad para que algo suceda -. Sin embargo uno a veces da papaya sin tener idea que lo está haciendo como Rodrigo y yo en Lima hospedándonos en un barrio peligroso, pero, ¿cómo supimos que lo era?
Una tarde después de buscar internet para informar que estábamos bien nos fuimos para el hotel temprano a descansar porque de nuevo mi cuerpo comenzó a enloquecer; en este momento ya no sabría decir porque estaba así, si tenía que ver con el cansancio y el cambio de comida, o si estaba diciéndole no al regreso a casa para afrontar de nuevo la vida sedentaria; con esto no quiero decir que no la estuviera afrontando porque debía trabajar y pasar momentos duros y de felicidad para seguir adelante y cumplir mis sueños, pero era otro estilo de vida, uno que me hacía feliz, volver a Bogotá era el regreso a la incertidumbre de no saber qué hacer y vivir bajo el yugo del “deber ser y deber hacer” según los parámetros de la sociedad que ya se me estaban olvidando. Así que no se claramente cuál era la razón pero nuevamente me sentí mal. Aunque no estaba con ánimos físicos para levantarme tomé fuerzas y salimos hacia un parque que nos recomendaron donde había fuentes de agua y luces de colores, quedaba casi a una hora caminando y nos parecía perfecto, sin embargo el dueño del hotel nos pidió que tuviéramos mucho cuidado al salir en la noche porque ese barrio era muy peligroso. Pecamos por ignorantes, ¿qué íbamos a saber nosotros que era un barrio peligroso si parecía tan normal en el día?, pero no voy a mentir, en la noche se ponía feo, cuando comenzamos a caminar nos dimos cuenta que cada cuadra estaba llena de cantinas con borrachos, travestis ofreciendo sus servicios y prostitutas. Yo no sabía si reírme por la embarrada o asustarme y quedarme en el hotel. Si no me hubieran dicho que el barrio era peligroso tal vez hubiera pasado por alto las cantinas, los travestis y las prostitutas, pero en mi cabeza sembraron el miedo que por cierto no era difícil hacerlo y me asusté, tomé de la mano a Rodrigo y caminé muy rápido. Al fin de cuentas el problema no era salir, hasta ahora eran las siete de la noche y todo estaba lleno de personas, el problema era devolverse a las doce de la noche.
Caminamos hasta el Parque del Agua, un lugar mágico dentro de una gran ciudad. Las fuentes eran más esculturas que simples chorros, las había grandes, pequeñas y el agua salía de diferentes maneras, estaban iluminadas por muchos colores y podíamos jugar con ellas, interactuar y mojarnos. Lima me gustó mucho a pesar de ser una ciudad y que estos destinos no sean mis preferidos, me atrapó por su arquitectura y por sorpresas como esta. Esa noche la pasamos muy bien entre las fuentes, el show de luces y el agua. A las diez de la noche o tal vez un poco más tarde ya habíamos recorrido el parque y era momento de volver al hotel y sentir miedo por caminar a esa hora entre las calles del barrio. Desafortunadamente volvía a mí la sensación de inseguridad, en Argentina y Uruguay que fue donde más tiempo pasé, percibí que los habitantes no tienen esa sensación, no sienten miedo de salir a la calle a altas horas de la noche, allá me sentía segura, pero en Perú tras tantas anécdotas de robos y los mismos limeños pidiéndonos cuidado del barrio donde nos hospedábamos me hacía imposible permanecer tranquila; no me simpatizaba sentirme así y andar en un país con prejuicios. Como colombiana y latinoamericana entiendo que es sentirse juzgado por este tipo de situaciones, así fue la vez que vino a Colombia Kenji Tokuda el japonés que conocimos en Bolivia, no se demoró mucho acá, por lo general duraba largos periodos perdido en cada país pero Colombia lo pasó de afán, no le gustaba salir de noche y prefería no tomar el “riesgo” de andar por las carreteras de este maravilloso pueblo porque le habían recomendado no dar papaya como a nosotros en Perú.
Al final nada pasó. Lima es una hermosa ciudad y Perú es un país increíble.
El último día en Lima esperando la salida del bus hacia Chiclayo nuestro último destino en el país, comencé a tener por primera vez la sensación de querer regresar a casa, descansar, estar con mi familia y regresar a mi vida normal. Antes había tenido la sensación contraria, no volver, estar lejos el mayor tiempo posible y conocer todo lo que estuviera a mi alcance. Pero esta ciudad fue una especie de revelación, ya no solo era yo sino Rodrigo quien estaba empezando a enfermar, nos sentíamos muy cansados por estar recogiendo y armando maletas cada dos días, el dinero se acababa y ya habíamos perdido el entusiasmo por vender artesanías debido a los problemas con migración. Esa noche antes de partir sentí ganas de llorar, sentía nostalgia como nunca antes en el viaje y estaba muy emocionada por llegar pronto a Ecuador y estar a un paso de mi casa.