Como evitando ser encontrado escondiéndose tras la arquitectura moderna y la infraestructura portentosa de Barranquilla en las costas colombianas, emerge tímidamente Macondo bañado por el Río Magdalena y el Océano Atlántico. Bueno, no es exactamente el pueblo fantástico basado en Aracataca que describió Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad, pero Bocas de Ceniza se eleva en medio del realismo mágico. Por eso mi papá lo llamó al conocerlo, un lugar “macondiano”.
Dejamos el auto estacionado en un potrero junto al río y nos subimos al “Tren Verde de Yoyito”, la palabra tren era tan solo la denominación de un vagón viejo de madera, con vigas metálicas que sostenían el techo en tela, y Yoyito era el dueño del artefacto en el que nos movilizaríamos hacia Bocas de Ceniza. Para el momento en que llegamos no éramos más que cinco en el tren, sentados en las tablas a cada lado. Con el tiempo, fueron llegando más personas a las que hicieron esperar porque venían otros vagones a la distancia y era necesario a pulso de estos hombres costeños, descarrilarlo para darle paso al Tren Azul y al Amarillo también.
El Tren Verde estaba repleto de piernas y brazos que se estrellaban unos contra otros, Yoyito subió asientos plásticos para que nadie estuviera de pie, y sin cuidado encendió el motor oxidado que estaba justo junto a mis pantorrillas, no habrían de ser muchas revoluciones a las que giraba una perilla de metal cuando el motor se encendió, pero acercar un dedo podría significar su fin. Así que busqué la manera de alejarme todo lo posible de este aparato giratorio, que además expulsaba vapores hirviendo por el tubo de escape que estaba también cerca de mis pies, y despedía un olor adormecedor a gasolina.
Así tomamos rumbo sobre una carrilera cubierta de pasto, oxidada y rota. A veces Yoyito frenaba la marcha lenta para él mismo con su fuerza descomunal, volver a encarrilar con los 25 pasajeros a bordo, el vagón que se salía de su línea por los baches, los hoyos y la expansión de las líneas metálicas por las que rodaba.
El recorrido por esta zanja fue largo, no medía el tiempo porque se esfumaba con el chirrear de las ruedas que avanzaban entre los árboles y las mariposas que no eran amarillas pero si de colores. El camino se hacía estrecho con el andar, desaparecían a nuestro paso los metros de tierra y a cambio iba apareciendo a un lado el Río Magdalena, caudaloso, revuelto, imponente y al otro el Océano Atlántico golpeando las rocas con fuerza brutal.
Cuando el ferrocarril llegó a su fin, nos bajaron, descarrilaron el vagón verde y a nuestra suerte nos dispusimos a caminar sobre rocas de variados tamaños, todas húmedas por el agua que rompía a los dos lados. Me empapé de sal y dulce.
Mientras más nos adentrábamos en este tumulto pedregoso, más fuertes eran las olas y más coloridas eran las casas. Si, había casas en medio de este torbellino de fuerzas naturales, todas chiquiticas, de madera, azotadas por el agua y con murales y pinturas brillantes que solo podrían existir en un lugar macondiano. Allí viven los pescadores de Bocas de Ceniza, todos trabajando a esa hora del día, cubiertos de ropa y con el rostro enmantado para no quemarse ni con el sol ni con el viento. En cada casa había en el marco de la puerta una declaración de felicidad en medio de la aparente desolación. Confirmaban todos los que allí vivían, que era el río y el mar quienes les daban de comer, era la fuerza del viento lo que les daba ánimo para vivir y no había ni habrá forma en que los saquen de allí porque en la humildad de sus viviendas habían encontrado la felicidad. Todas las tablitas declaratorias estaban escritas a puño y letra, firmadas y como no, llenas de color. Parecían más el dibujo de un pequeño, así, inocente, alegre, sincero y real.
A lado y lado en cada gran piedra, saludaban los pescadores a los intrusos. En el cielo, había cometas pálidas por el intenso sol de muchos años encima, que utilizaban para pescar. Por el fuerte oleaje los anzuelos se hunden con facilidad, así que los pescadores los atan a las cometas que se mantienen arriba por la acción del viento que sopla constantemente con fuerza, permitiendo que la carnada quede en la superficie.
Luego de caminar, caernos y empaparnos, llegamos al final del recorrido donde las piedras altas eran escalables, más allá… la energía desbordante del encuentro entre dos fuerzas poderosas, el mar y el río en todo su esplendor, sin orillas que los limitaran o tierra que los demarcara. Tomé una bocanada de aire y mi piel se erizo, nos sentamos sobre una de estas piedras a escuchar los golpes del agua que provenían en todas las direcciones. Un pescador sobre la roca más alta nos miraba y nos regalaba sonrisas, en varias ocasiones fue tan fuerte el choque de las olas a causa del viento y de la desembocadura, que el rocío que nos alcanzaba no solo nos mojaba sino nos empujaba y debíamos reaccionar en medio de la risa y la emoción, para no resbalarnos entre los socavones que formaba la tierra justo antes de acabarse frente a la dulzura de la sal.
El río en comunión con el mar, las casas en la orilla con cimientos vagos de roca, la felicidad en la austeridad, los colores de la vida lejos de la ciudad, cometas para pescar, pescadores con tesón sobre piedras húmedas, vagones que se descarrilan a pulso humano, ferrocarriles raídos por la sal, el agua y el tiempo, declaraciones de supervivencia y armonía, una realidad de fantasía. Sí, mi papá tenía razón, Bocas de Ceniza es macondiano.