Algún día cuya fecha desconozco, dije que me gustaría conocer México sin darle una intención, tal vez al solo decirlo ya lo estaba convirtiendo en un propósito sin darme cuenta, porque las palabras son sumamente poderosas, me lo repetí y lo repetí al viento tantas veces, que luego estuvo proseguido por “algún día iré” y finalmente lo convertí en un propósito más que en un sueño. Me tomé la libertad de no tomarme unas vacaciones como lo había pensado, sino de “enmochilarme” por segunda vez y darme el gusto de atravesar Centro América y dar por terminado el viaje en el último país al norte de América Latina.
Incluso meses antes de empacar, comencé a rifar mi recorrido entre obstáculos que fui superando, comenzando por las restricciones para la entrada de colombianos en la mayoría de países que pensaba visitar, hasta la visa de Estados Unidos debí sacar para poder poner mis pies en Costa Rica. Al papeleo se sumó la típica incertidumbre pre viaje, las preguntas acerca de cómo viviría, el dilema de lo correcto o incorrecto de dejar todo atrás por segunda vez para irme a una aventura sin itinerario, y el miedo personal y colectivo de viajar sola.
Lo cierto para mí, es que cuando la vida tiene un destino no hay manera de huir, la diferencia la hace uno en la manera de afrontarlo y permitir que fluyan o no las situaciones. Viajando por lo general fluyo, tal vez el constante movimiento físico no permite por sí mismo que me quede varada. Todo lo que sucedió a mi alrededor en ese momento me fue indicando que estaba haciendo lo correcto, aunque luego ya en el viaje me sucedieran algunas cosas que le hicieron preguntarse a algunos amigos en Bogotá, si no sería hora de dar por terminada la aventura. Sin haber pasado más de dos meses viajando ya la policía me había quitado todas mis artesanías (la manera en que estaba haciendo el dinero para viajar), luego tuve que aprender a despedirme a la fuerza, a estar sola y a estar acompañada, a no apegarme ni a los lugares ni a las personas, a responsabilizarme de mi viaje y de mí, a olvidar, a no quejarme tanto, a no ser consentida y otros más que me fueron restando energía, porque al viajar sola con la casa entera en una mochila, sin un recorrido milimétricamente establecido y sin fecha de retorno es inevitable una anarquía interior.
A las patadas también debí pensar en otra manera de sostener mi viaje económicamente trabajando por temporadas. En Santa Teresa – Costa Rica, luego del episodio con la policía y las artesanías, trabajé dos meses como mesera y ahorré lo suficiente para llegar a México visitando los intermedios, pero ante un descuido en El Salvador me robaron todo el dinero que había ahorrado, lo que me obligó a intercambiar trabajo por hospedaje en un hostal de San Pedro – Guatemala y a trabajar a la par en artesanías para comer y seguir. Viajando me he dado cuenta de lo que soy y no soy capaz de hacer, ha salido de mí un lado desconocido, fuerte y guerrero sin que siquiera me obligue a hacerlo. Para ese entonces, comencé a sorprenderme de mis respuestas y reacciones a las situaciones. Cuando viajé en pareja era más fácil quejarme y descargar mi angustia en él, ¿pero ahora cómo?
Siete meses después de aprender y reaprender, llegó el día de tomar un bus rumbo a mi objetivo final pero no al final de mi viaje. Salí de La Antigua – Guatemala muy temprano en la mañana en una van que me llevaría hasta la frontera de Chiapas con Guatemala, un viaje de 8 horas más las siguientes del recorrido hasta San Cristóbal de las Casas en México. En la frontera de Huehuetenango estaba tranquila, no faltó la foto con la valla en mi cabeza “Bienvenidos a México”, no me lo hubiera perdonado por más típico que parezca, sin embargo no sentía la emoción de saber que estaba atravesando la última frontera de este viaje.
Hicimos intercambio de transporte a un autobús donde la mayoría de viajeros eran europeos, nos llevaron hasta la oficina de migración mexicana y fui la primera en bajarme y hacer la fila. El agente migratorio me saludó y despojé una gran sonrisa entregando mi pasaporte, intentando ignorar la situación que podría ocurrir. Fueron en vano mis pensamientos positivos y mi sonrisa porque el hombre al ver mi nacionalidad me envió a un rincón de la oficina. Me sentí impotente, todos los demás que hacían fila a mi espalda fueron recibidos con una rápida estampa de bienvenida, mientras yo permanecía parada en un rincón como si algo hubiese hecho. Cuando la fila terminó, me llamó para aclararme que por ser colombiana debía presentar una bolsa de viaje de miles de dólares, una reserva de hotel por 180 días (¿podría ser más absurda la solicitud?), un tiquete de salida hacia Colombia y un extracto de mi cuenta bancaria.
Casi me reí en sus narices antes tales requerimientos remotos del sentido común y decidí apelar a la sinceridad, arriesgándome a sentenciar una vuelta a Guatemala. Le expliqué al hombre que no tenía ni una sola de las cosas que me pedía porque el dinero para viajar lo hacía trabajando como diseñadora gráfica freelance, a lo que respondió que estaba prohibido trabajar como turista en México, le repliqué que el trabajo me lo enviaban desde Colombia y que eso no es ilegal, pero no entendió o directamente se hizo el idiota. Le conté de mi travesía, le dije que si me daba chance compraba un tiquete de salida en un internet cercano y hasta reservaba 180 días en un hotel (¿?). El tipo parecía una momia por instantes y de vez en cuando activaba el modo robot: “Usted es colombiana, esa es la ley para entrar a México”. El chofer del autobús se acercó y me dijo que se iba, llevaba 15 minutos tratando de convencer al hombre de dejarme pasar, cuando se dio cuenta que el bus me dejaba me advirtió que me daba permiso de entrar pero solo por 15 días. No sé hasta dónde me arrodillé, suelo ser muy orgullosa y si no me quieren dar algo simplemente doy la vuelta y me voy, pero no había hecho un viaje de tantos meses para que cualquiera con poder otorgado por otro cualquiera diera por terminada mi travesía a su antojo. Ya cuando no pude rogar más, el chofer me dijo que se iba pero llamaría a la empresa de transportes a pedirles que me recogieran para devolverme a Guatemala. Un último ruego lleno de por favores despertó la “benevolencia”… del agente migratorio o más bien se dio cuenta que no le iba a pasar dinero debajo del escritorio por un sello y accedió a entregarme la papeleta con permiso de 180 días como al resto de personas, por supuesto algo tenía que añadir: “Salga ya de mi oficina antes que me arrepienta y no la deje pasar”. Le di las gracias a manera de sarcasmo y literalmente salí corriendo para alcanzar el bus. Unos metros después nos frenaron agentes de la aduana y revisaron todas las maletas, la consecuencia fue que nos detuvieron media hora por el cargamento de artesanías de unas chicas de Israel. Yo temblaba, quería alejarme lo más pronto de la frontera, sentía que en cualquier momento me iban a bajar por ser colombiana y me devolverían a mi país, es absurdo que sintiera miedo porque no tenía nada que temer, al parecer me asusta ser colombiana cuando debo pasar una frontera.
En adelante me sentí en un país paranoico, como en casa, tan parecido al mío y tan diferente a los demás de la misma América Latina. No bastó toda la revisión en la frontera, sino que nos pararon dos veces más camino a San Cristóbal para revisar maletas y personas. En todo caso, a mí ya no me importaba, comencé a ser consciente del 24 de septiembre de 2014 cuando salí de mi casa hacia el aeropuerto de Bogotá con un nudo en la garganta de felicidad y miedo, de todo lo grande, lo chico y lo vivido del viaje, comencé a ver banderas de México que si bien no son de mi agrado las muestras nacionalistas, me recordaban que realmente había llegado al otro lado de Latino América si cuento mi viaje anterior desde la Patagonia. Sabía y sé, que recorrer México es como hacer un viaje por toda Centro América, es inmenso e inagotable. Sonreí sola, respiraba fuerte y me sentía ahogada también, no solo fue la emoción de haber llegado, creo que también fue consecuencia de mi susto fronterizo y la frustración que significaría no entrar. En ese momento lo describí como una sensación de irrealidad, como si no fuese posible que estuviera donde soñé.
No me alcanzó el tiempo entre la frontera de Cuauhtémoc y San Cristóbal de las Casas para salir de mi asombro. Llegué cayendo la tarde a buscar un hostal en el que dormiría la siguiente semana. Mi mochila pesaba más de lo normal por la reciente visita de mi mamá quien me había llenado de ropa, alimentos y herramientas para hacer artesanías, caminé varias cuadras por las aceras estrechas del pueblo hasta encontrar la Casa Morada, una residencia de habitaciones donde me esperaban Dani y Fede, mis intermitentes compañeros de viaje. La dueña era Jessica una joven madre de Adalí, un niño con ganas de ser músico, y de Noche, una pequeña bebé que nos enamoró con sus ojos inmensos y oscuros como la precisa noche.
A San Cristóbal lo caminé tantas veces como me fue posible, al medio día para tocar guitarra en algunos restaurantes con Fede en el bongó y en las tardes por el placer de caminarlo y hacerme a unas tantas fotografías. No sé si sería la emoción de estar en un nuevo país, objetivo de este viaje, si fue el reencuentro con mis viejos compañeros con quienes nos conocimos en Panamá y caminamos varios países juntos, o si fue el revuelto de todas estas sensaciones con el miedo hecho pregunta, ¿una vez cumplido el objetivo hacia donde me dirijo?, pero San Cristóbal fue para mí una bienvenida a un nuevo recorrido sin la necesidad de ahondar más allá de las sensaciones personales. Simplemente estaba, perdí las ganas por una semana de investigar cuestiones históricas o culturales, solo anduve por calles evidentemente coloniales, casas rústicas y coloridas como es típico de estas antiguas ciudades, me sorprendió su movimiento cultural además internacional, con casas culturales y talleres artísticos en muchos rincones, es una mezcla cultural tzotzil, muchos de sus habitantes aún conservan antiguas tradiciones y es común ver a hombres y mujeres vistiendo trajes típicos y vendiendo artesanías como parte de su diario, más aún en San Juan Chamulá, un pueblo famoso por su mercado y su pequeña iglesia sin asientos y velas encendidas en la que casi te deportan si tomas una fotografía sin pagar, con la inevitable invasión turística que colma las calles diariamente.
Al final de cada tarde los destellos de luz que iluminan las plazas, le dan a San Cristóbal un aire nostálgico. Las setenta y pico escaleras para subir a una de tantas iglesias del pueblo, fueron partícipes de algunos de mis días viendo los reflejos amarillos sobre los techos de las casas, reflexionando, abofeteándome la vida y gritándome: ¡Naty, llegaste a México!.
2 comentarios en “Naty, Llegaste a México”
que bonito hablas del país, y nuevamente que mal con la cuestión del agente migratorio, en junio del año pasado mi hermano fue a Guatemala y para salir de México justo por San Cristobal, el agente aduanero le comento que debía pagara $200 pesos mexicanos aproximadamente 10 USD como impuesto por salir de su propio país , como ves, pues mi hermano se puso las pilas y le dijo que no hay en ningún reglamento que debas pagar como mexicano algún impuesto por salir de tu país, es que la corrupción y las mordidas » el dar dinero por debajo de la mesa» esta muy presente en todos lados.
Si Alejandra, eso es una lástima. A mi también me cobraron impuestos por salir de mi propio país ese día que viajé a México y no me dejaron entrar. ¡Qué mala onda!.
México me encanta, quiero volver pronto para seguir conociendo. A pesar de ese episodio siempre fueron muy amables y siempre la pasé muy bien.
Un abrazo 🙂