Llegar a Valizas fue redescubrir la armonía del silencio. La estruendosa fiesta vivida el último mes y medio en Punta del Diablo desapareció, la música a alto volumen, la playas llenas de personas, las cuatrimotos y los carros que publicitaban boliches eran cosa de días pasados, ahora estábamos en un pueblo silencioso y tranquilo, con hermosas playas y nubes increíbles como todas las de Uruguay. Parece inverosímil, pero el cielo uruguayo es diferente, las nubes que vi formarse allí no la he visto en ningún otro lugar, tal vez se trate de las condiciones atmosféricas.
Tomamos un espacio en un pequeño camping tan silencioso como el pueblo, donde al fin, después de un largo tiempo pudimos volver a comer un plato caliente y abandonar por un par de días los sándwiches fríos por fideos con queso. Con el estómago lleno y feliz por recibir otra comida, caminamos por Valizas una y otra vez, hacerlo era tan mágico como aterrador. Las calles destapadas y las pequeñas casas regadas entre grandes potreros parecían un sueño, uno de tranquilidad que añoraba desde el paso por El Chaltén. Sin embargo, el piso estaba lleno de pequeñas ranas destripadas por los carros que pasaban a gran velocidad; en una caminata de tres cuadras, conté no menos de diez animales fallecidos.
Pasamos algunas tardes en la playa tomando el sol, haciendo castillos en la arena y nadando en el helado mar. Entre la arena y las nubes renové mi espíritu, por momentos el viaje se convertía en un asunto de necesidad, ir de un lado a otro para vender y trabajar hasta el cansancio con el objetivo de comer llevándonos a la rutina. Esto me invitaba a repensar el viaje, si este se estaba convirtiendo en lo mismo que hacía en Bogotá pero en otro punto del mapa, era mejor devolverme a mi ciudad y quedarme allí disfrutando de los beneficios de la seguridad económica y la comodidad de una cama caliente. Sin embargo, los días de recorrer nuevos lugares, pisar caminos desconocidos y dormir en la playa bajo la sombra de las nubes y el sonido del océano, me recordaban que valía la pena cualquier esfuerzo físico y mental para disfrutar estos momentos y conocer cuánto fuera posible.
A unos kilómetros de Valizas está Cabo Polonio, al que se puede llegar en carro o caminando. Moviendo las piernas como nos gusta, salimos un día a las seis de la mañana a disfrutar del pálido brillo del amanecer. La razón para salir tan temprano era evitar una larga caminata con el sol sobre nuestros hombros, sin un lugar para resguardarnos. Durante cuatro horas bordeamos una playa sin rastros visibles de seres humanos, llena de medusas muertas que arrastra el mar, decenas de cuerpos sin vida de lobos marinos que abundan en esa parte del Atlántico y acompañados por perros como era costumbre. Llegamos agotados a Cabo Polonio pero increíblemente felices. El pequeño pueblo es una mágica utopía. Podría ser la ubicación sobre una pequeña montaña rodeada por piedras a las que golpea el mar lo que me sorprendió, o los lobos marinos descansando sobre estas. También podrían ser las casas pequeñas y rústicas o el centro del pueblo colorido y pintoresco. Sin embargo la utopía se encuentra en la falta de energía eléctrica, no hay cables de alta tensión pasando de un lugar a otro sobre las cabezas por lo que las noches son increíblemente hermosas. En un lugar así, es posible descubrir la forma de la bóveda celeste iluminada por infinitas estrellas lo que no sucede en la ciudad. Como si fuera poco, los habitantes del pueblo prenden velitas y faroles para reemplazar las lámparas y bombillos, lo que convierte a Cabo Polonio en un lugar mágico.
Para devolvernos a Valizas, tomamos otro camino de tres horas sobre dunas. No es un recorrido fácil porque los pies se hunden en la arena, pero llega un momento en el que se olvida la playa y el mar porque al mirar hacia cualquier lugar, se ven solo ondas anaranjadas y amarillas con huellas que forman caminos hacia horizontes inciertos. Sentía estar sobre un inmenso desierto. ¡Qué lugar!
Entre el sol y las dunas se acabó la travesía de dos meses por Uruguay. Despidiéndonos del mar, tomamos un bus hacia Montevideo e hicimos nuestra última y apresurada visita turística al legendario Estadio Centenario antes de tomar rumbo a Buenos Aires. Era imperdonable que dos amantes del fútbol se perdieran la visita a este lugar donde se jugó el primer mundial. Esa tarde bastó otro bus y un viaje en ferri para llegar a media noche, y pasar el último fin de semana en la ciudad que me robó el corazón.