Estoy viajando por un país geográficamente chico, que se podría atravesar en auto de norte a sur en menos de un día, aún así, es diverso en paisajes, climas y cultura. Así es Ecuador.
Una mañana amanecí entre la cordillera de los Andes, desperté en mi habitación y frente a la ventana se imponía una montaña descomunal, acompañada de otras tantas. Hacía frío, llovía. Envolví entre la mochila una manta impermeable y me coloqué un saco abrigado, una bufanda, e incluso una enorme chaqueta. Estaba en Baños, un pueblo empotrado entre sierras y volcanes, al que le sobran hostales y le faltan turistas – al menos en temporada baja -. Desperté a Re quien tiritaba de frío, y le costó salir de las cobijas al menos 15 minutos. Pensábamos si en realidad estábamos dispuestos a madrugar y a dejar la cama abrigada, para ir hacia la selva ecuatoriana.
La decisión final fue un sí, así que salimos corriendo hacia el terminal de buses a media cuadra del hostal, íbamos atrasados en tiempo y la lluvia no cesaba. Eso del tiempo es algo muy relativo en el transporte ecuatoriano, especialmente en pequeños poblados, si a mí me dicen que el bus sale a las 6:00 a.m. yo pienso que si llego a las 6:02 habré perdido el bus, sin embargo debían ser como las 6:30 y seguíamos sentados en las bancas esperándolo.
El recorrido entre Baños y Tena fue de cuatro horas, de las que dormí al menos tres. Tengo un leve arrepentimiento de no haber permanecido atenta, pues cada vez que entreabría los ojos había un paisaje verde y tupido, atravesado por ríos y rayos del sol. Me hubiese gustado estar más consciente en el momento, pero si hay algo que no soporto es madrugar, a eso, le sumo el movimiento de los buses que me arrulla, nunca puedo estar despierta aunque me lo proponga.
Llegamos a Tena a las 11 de la mañana y caía un fuerte aguacero, no había otra posibilidad más que esperar bajo el techo del terminal hasta que escampara. De todas maneras en esta ciudad no había mucho más por hacer, salvo buscar la oficina de buses que salían a Misahuallí, el primer puerto de la selva ecuatoriana.
La playa en la selva
Cuarenta minutos después bajamos en un pueblo solitario, había escuchado tantas veces de Misahuallí, y vendían tantos paquetes turísticos en los pueblos cercanos para llegar allí, que no comprendía la desolación.
El pueblo era pequeño, tal vez unas cinco cuadras de sur a norte, y otras cinco de occidente a oriente, a lo mejor sean menos, no lo sé. Bajamos en medio de la plaza principal, el clima había cambiado totalmente, ese frío matutino de Baños desapareció, y a cambio se sentía el calor húmedo de la selva, hacía un sol penetrante que quemaba la piel y hacía difícil la caminata.
Nos indicaron la ruta hacia la bifurcación de dos ríos: Misahuallí y Napo, ambos anchos y terrosos, no es que hubiéramos preguntado donde quedaban, es que allí se encontraba el atractivo turístico del pueblo, la playa. Esta, se extiende por varios metros a la orilla del río Napo, es blanda, cálida y blanca, características no muy comunes en la zona.
Permanecimos allí poco tiempo, queríamos sentarnos, contemplar, beber algo de lo que vendieran los pobladores bajo la sombra de los árboles, que se expandían hacia lo ancho y se conservaban bajos. Sin embargo, llegó un hombre a ofrecernos un viaje en lancha hasta una comunidad indígena. Soltó el precio sin pensarlo: «30 dólares por los dos», quedamos boquiabiertos y dimos una negativa rotunda. Minutos más tarde, el mismo hombre insistió pero bajó el precio a 20, tampoco los teníamos. Al ver que realmente no le daríamos el dinero, pactó que con 10 sería suficiente y nos dio dos chalecos salvavidas. ¿De 30 a 10 dólares? ténganlo en cuenta cuando vayan a Misahuallí.
Comunidades indígenas
Aún diez dólares fueron mucho, pues el viaje en lancha por el río duró unos cinco minutos hasta llegar a la comunidad Muyuna, donde nos recibió un guía nativo de la zona. Allí nos sentaron en una palapa para hacernos una muestra cultural. Entraron al recinto varios hombres tocando música autóctona con tamboras, guitarras y maracas, más tarde, salieron seis mujeres malcaradas a bailar al compás de los instrumentos. No las juzgo, hacen cada hora lo mismo, con un montón de gente que solo quiere sacarse selfies con ellas, y además, tienen que bailar con los turistas como parte del show. No estaban cómodas, aunque todos fuimos respetuosos con ellas y seguimos sus pasos, miraban hacia otro lado y esperaban con ansias que la música terminara.
Más adelante una mujer adulta en tónica ceremonial, nos mostró la manera en que fermentan la yuca para hacer la chicha, y compartió un poco de esta en una totuma para que todos los asistentes tomáramos. Había probado antes la chicha de maíz en Colombia, también procedente de las culturas indígenas prehispánicas, pero el sabor de esta me agradó mucho más, y su textura también, no es tan fácil al paladar, al menos para el mío, pasar estos tragos un tanto babosos de esta bebida.
El resto de actividades que quisiéramos hacer allí eran pagas, cómo entrar al zoológico de la comunidad a ver boas y gatos salvajes, o hacernos una limpia en público. Un chamán sentaba personas en una banca frente a los demás espectadores que fueran en la lancha, y hacia todo el proceso de limpieza espiritual en dos minutos. La muestra terminó pronto, si de ser sincera se trata, esperaba conectarme de una manera diferente al entrar al territorio de la comunidad Muyuna, pero lo han convertido en un destino simplemente turístico.
Los monos de Misahuallí
Al regresar a las playas nos advirtieron que tuviéramos cuidado con nuestros objetos personales, por los pequeños y escurridizos ladrones: los monos capuchino. Vagando libremente por la copas de los árboles de este pequeño pueblo, van saltando más o menos unos doce monos, que se acercan sin ningún problema a las personas, ya sean porque les ofrecen comida, por curiosidad, o para robarles lo que sea que lleven en la mano, podría ser un banano o hasta un celular.
Al principio nos pareció difícil verlos, tal vez no estábamos atentos, porque al bajarnos de la lancha se sentían cada vez que cambiaban de rama. No son tan amigables cuando aún no saben los propósitos del nuevo turista, son más bien sigilosos y reservados, pero cuando comienzan a tomar confianza se acercan demasiado.
Luego de unos cinco minutos parada en el mismo lugar tratando de tomarles fotos, comenzaron a llegar sin miedo. Brincaban por delante y por detrás, se paraban frente a mí y me miraban, se revolcaban en las ramas, se hacían los dormidos, e incluso desfilaban por las bardas del pueblo, desde los más grandes, que parecían ser los jefes de la manada, hasta una mamá con el más pequeño de todos colgando en su espalda. Para mí y para los amantes de los monos, solo eso, ya es motivo para hacer un viaje hasta la selva ecuatoriana.
2 comentarios en “Misahuallí, puerta a la selva ecuatoriana”
Me gustó mucho tu experiencia, me hiciste sentir ese viaje tan agradable.
Y queda cerquita a Colombia, no hay excusas para no conocerlo 🙂