Un Día en La Aconcagua

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Rondaban las cinco de la madrugada y nosotros dormíamos en la cálida ciudad de Mendoza -debido al verano-, debíamos llegar muy temprano al terminal de buses para tomar el transporte hacia el Parque de la Aconcagua. Por cuestiones del destino, el cansancio y el aprendizaje en el viaje de tomarnos la vida con menos prisa,  nos levantamos tan tarde como pudimos. Ya habíamos olvidado el desagradable sonido de un despertador y el fastidioso reloj biológico que en la ciudad siempre nos despertaba a las seis. Por alguna razón, tal vez una cucaracha sobre la cobija o la ansiedad de conocer el parque Rodrigo despertó, revisó el reloj y entró en pánico citadino, era muy tarde, lo más probable era que no llegáramos a la hora indicada en el pasaje.

Saltamos de la cama y salimos corriendo en busca de un colectivo que nos había recomendado Ada (la chica que nos dio posada en Mendoza durante una semana) para llegar al terminal, sin embargo era muy temprano y la ciudad no  despertaba aún y con ella dormían los conductores del transporte público. Esperamos el tiempo justo para darnos cuenta que el bus no pasaría, el reloj corría y nosotros estábamos realmente lejos, así que la idea de Rodrigo fue comenzar a trotar al igual que varias personas dispuestas a hacer ejercicio antes de llegar al trabajo. Mientras lo hacíamos, mirábamos de reojo sobre nuestros hombros con la leve esperanza de ver el bus sobre la vía pero no sucedía. A mí me encanta caminar, bailar, patinar, montar en bici, pero ¿correr?, es como si el cuerpo me pesara, como si no fuera mío, me parece una actividad detestable pero no había otra opción, si no llegábamos a tiempo perdíamos los pasajes y el viaje a la grandiosa Aconcagua. Unos minutos después, trotar ya no fue suficiente, debíamos aumentar el ritmo así que comenzamos a correr como locos por las calles de la ciudad, la poca gente que andaba por allí nos miraba extrañada y algunos sin saber porque corríamos nos alentaban a llegar a la meta entre risas. Nuestra velocidad era directamente proporcional al tiempo que marcaba el reloj, yo sentía que se salían mis pulmones y veía como Rodrigo parecía flotar mientras mis pies eran como rocas. Faltaban diez minutos para la salida del bus y aún estábamos muy lejos, ya me estaba haciendo a la idea de no ir a La Aconcagua, estaba ahogada y aún quedaban varias cuadras por correr. Finalmente vi un taxi a lo lejos, mis pulmones al instante se sintieron aliviados, lo tomamos y en diez minutos llegamos al terminal.

Fue fácil encontrar la bahía donde el bus aguardaba por sus pasajeros, no por el número de la puerta o demás señales utilizadas en los terminales, sino por el mar de montañistas haciendo fila con su equipo al parecer dispuestos a llegar a la cima. Mi expectativa era grande, muchas veces había escuchado el nombre del cerro y hasta alguna canción de ska lleva su nombre, –“sabes que te extraño y estoy loco por vos, sabes que te quiero con el corazón” no tengo idea si se refiere a la montaña pero me gusta pensarlo así. Aún con ciertas referencias, no sabía dónde estaba ubicado ni que tan majestuoso era.

Desde la ciudad de Mendoza son un poco más de 100 kilómetros para llegar al parque, así que nos tomó más o menos tres horas de viaje de las cuales dormí algunas y las otras disfruté el paisaje; estábamos ahora si en plena Cordillera de los Andes y en límites con Chile. Las montañas eran altas y bordeaban a cada lado la ruta, entre ellas formaban líneas de colores terrosos y en algunos picos muy altos se veía blanco, por ser primavera la vegetación era la dueña del espectáculo y la nieve era escasa pero jugaba entre las montañas. El paisaje me recordó a una película que vi hace muchos años, Viven, basada en una historia real de un avión que tiene un accidente en medio de la cordillera chilena, y los sobrevivientes hacen todo tipo de peripecias para mantenerse con vida hasta recurrir al canibalismo. Luego de meses en la mitad de las montañas heladas deciden caminar hasta encontrar un pueblo o personas que puedan ayudarlos y ven ante sus ojos el paraíso en las laderas de la cordillera. Así, como en la película, era exactamente el paisaje.

Aconcagua_Cuentos_De_Mochila

El bus nos dejó en el parque, el precio de entrada dependía de que tan lejos quisiéramos llegar. Me hubiera encantado por lo menos caminar al inicio del hielo y sentirme intimidada ante el impresionante cerro, sin embargo para quienes no son montañistas el paso está prohibido, se deben obtener permisos especiales y entrenamiento previo.

El costo de pasar algunas barreras aumentaba vertiginosamente, por llegar a un puente después de una hora de caminata era un precio, pasar ese puente costaba por lo menos diez veces más y de esa manera se iba incrementando; escuché que llegar a las primeras estaciones del cerro eran alrededor de 600 dólares y llegar a la cima, 7000 m.s.n.m, leí en algún momento que podría costar 3000 dólares.

Fue un plan que quedó pendiente en la lista de lugares por conocer, si bien no soy montañista y no podría llegar muy alto me encantaría pasar unas noches en las estaciones más cercanas a la montaña. Debo decir, que tanto a mi como a turistas que escuché en el camino, incluso a un argentino con su amigo francés quienes discutieron con el guardaparques en la entrada, nos molestó el abrupto cambio de valor económico para acceder unos kilómetros más. Entendíamos que para subir el cerro se cobrara bastante dinero y fueran necesarios los permisos y la experiencia, sin embargo delante del puente hasta donde nos permitieron llegar, había un largo camino entre las montañas antes de llegar a la Aconcagua que hubiéramos podido recorrer, si el precio no fuera tan exagerado. Este fue uno de los aspectos que me disgustó de Argentina -tal vez el único-, es un país enorme, el segundo en Sur América y por lo tanto abarca variados y maravillosos sitios geográficos que contribuyen al turismo, es lógico que se cobre para mantener los lugares, trabajos de investigación y demás, pero los precios para acceder siempre me parecieron absurdos, desde las Cataratas de Iguazú hasta la Patagonia el cobro por conocer lo que debería tener acceso para todos a veces es impagable para algunos.

Después de cinco minutos de discusiones y peleas entre turistas y guardaparques por el asunto del dinero, empezamos a caminar entre la cordillera y adentrarnos en un paisaje hermoso, montañas áridas con picos nevados a cada lado del camino, laderas verdes con lagunas cristalinas, el viento que nos empujaba hacia atrás como queriendo proteger el cerro, el cielo completamente azul con la luna a la vista y al final del camino la imponente Aconcagua, que parecía poder escalarse fácilmente y admirar desde la cima la frontera entre Chile y Argentina.

Nuestro camino era corto, andamos por el sendero a 2600 m.s.n.m. hasta llegar al límite de nuestro presupuesto que era un puente colgante sobre la quebrada de Horcones. Allí como era nuestra costumbre, nos sentamos sobre una piedra a comer sándwiches con papas y contemplar ante nuestra vista el cerro. Fue un día encantador, aunque no hubiéramos podido acercarnos mucho a La Aconcagua el paisaje era increíble y solo se respiraba el silencio de la montaña, que a veces se veía interrumpido por el ensordecedor sonido del viento helado. Cómo en todas las ocasiones en que el plan era la contemplación, fue muy difícil partir, caminamos lentamente por el valle de lagos cristalinos con La Aconcagua a la espalda, esperando volver y suspirando por la increíble Cordillera de los Andes.

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Salimos del parque y caminamos unos pocos kilómetros por la carretera hasta llegar al Puente del Inca, un puente natural sobre un río que era paso para los indígenas hace cientos de años. Algún tiempo atrás se podía pasar por allí pero la mano del hombre y su ambición deterioraron el lugar poniendo hoteles, termales artificiales y baños públicos. “Ya no se puede pasar y perdió el encanto de antaño”, nos contó un vendedor de piedras semipreciosas, quien intentó vendernos sus productos hasta que supo que viajábamos como artesanos. Con sarcasmo, nos habló de como los colombianos al vivir en el trópico, no podemos aguantar “una pizca” de frío en La Patagonia. Una vez cumplido el itinerario impuesto por nuestro afán de conocer cada punto propuesto en el mapa, nos sentamos frente a una tienda a esperar el bus de regreso y a hablar con unas españolas quienes sorprendidas, se dieron cuenta que los argentinos y los colombianos no tenemos el mismo acento.

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Natalia Méndez Sarmiento

Natalia Méndez Sarmiento

Voy por el mundo con una mochila al hombro y una libreta recolectando historias, experiencias, sensaciones, conociendo personas, disfrutando paisajes y escribiendo para difundir mi pasión por los viajes.
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