Las entrañas de Chaparral

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Si no me hubiesen invitado a las cuevas de Tuluní, posiblemente jamás hubiera entrado en estas cavernosas masas de piedra y bichos un tanto espeluznantes. Me tomó convencerme 15 días, que había aceptado un viaje donde entraría a las más profunda oscuridad; sin embargo, el miedo es un engaño mental que nos impone barreras, y seguir los impulsos no es del todo una locura, cuando se trata de superar miedos sin sentido, a lo mejor heredados… un día tu mamá dijo que le temía a las cuevas y pensaste que tu también, pero no.
Chaparral_Cuentos_de_Mochila_2Las carreteras de Colombia en su mayoría, -especialmente en el centro-, son hileras serpenteantes que suben y bajan entre las cordilleras. Íbamos hacia abajo, hacia una pequeña planicie que está resguardada por montañas desde todos sus flancos, rodando hacia el sur de Colombia desde Bogotá. El destino era Chaparral, un pueblo real; lo he llamado de esa manera porque es poco turístico, así que no hay chance de encontrar calzadas arregladas para fotografías perfectas, ni restaurantes poco típicos, pero acomodados a diversidades gastronómicas. Chaparral se muestra tal como es, un pueblo colombiano que aún guarda recuerdos de épocas coloniales; así, en la plaza principal hay una iglesia que se levanta a la lejana vista en medio del pueblo; hay casas enrejadas con pequeños balcones; y personas típicamente sonrientes en la plaza de mercado, en los restaurantes de comida tan colombiana como ellos mismos y vendiendo raspados, que me traen nostalgias de viejos tiempos, paseando de la mano de mi papá por otros pueblos del Tolima, donde tiene su corazón.

Así que de recuerdos de raspados, les contaré que son unas bolas de hielo picado dentro de un vaso – ahora, porque antes los comíamos de un cono de papel y terminábamos embadurnados hasta los dedos de los pies -, que las saborizan con diferentes salsas, especialmente la rojiza de cola que le da un sabor peculiar, combinada con leche condensada; es una bomba de dulce que se come con un palito, con un pitillo, o a los mordiscos.
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El hombre vendiendo raspado, haciendo un ruido peculiar pero con un aire familiar al picar el hielo, estaba parado en la plaza frente a la iglesia de San Juan Bautista. Ésta, con un campanario que sobresale en Chaparral y al que nos permitieron subir, por unas escaleras que sólo he visto en iglesias: tienen forma de caracol, son estrechas y muy empinadas. Desde allí, se ve todo el pueblo del que se puede determinar el final, con la vista puesta en el horizonte perdido en las montañas de colores verdes y terrosos que la rodean. Por esas montañas cercanas, nos adentramos en la tarde.

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Saliendo por las calles aledañas a Chaparral, el guía nos condujo por un sendero que sólo para él estaba demarcado; bajábamos y subíamos por la curva cordillera, en la que fluía un río ligero, hasta llegar a un colina donde estaba empotrado en la cima, el «árbol del amor».  La historia del porqué su nombre nunca la supimos, pues Milton, el guía, no hizo referencia a ésta; pero no es difícil suponer, que así lo llamaron por el romanticismo que desborda por sus hojas en los amplios brazos, y en el gigantesco tronco enraizado sobre una colina, que navega entre los colores pastel de la tarde y los ocres del anochecer.

Más allá del árbol que se describió por si sólo, bajando a los resbalones  por una colina más, con árboles de guayabas, pasto filoso y hojas ásperas de chaparral, que, según Milton, eran utilizadas como limas y cepillos dentales por los ancestros tolimenses, y además, que le da el nombre al pueblo, llegamos al fondo de las montañas donde volvía a pasar el río. Bajamos exactamente hasta la Tigrera, dos pequeños pozos formados por cascadas de agua cristalina, escondidas entre piedras.

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No encontré cómo contar acerca del helado de Chaparral en un párrafo, pero esta foto de Guillermo enmicolombia.com es el reflejo de haberlo gozado, antes de partir a la Tigrera. Crema de vainilla, chocolate, maní, uvas pasas y coco, todo cayéndose al piso o sobre el bigote de Chris.
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Al fondo de esa colina, se encuentra La Tigrera

LA TIGRERA

Soy una cobarde para el frío; lo que me cuesta de entrar al agua, es su temperatura y el choque entre el cálido clima de Chaparral, con el de los pozos frescos. Dudé introducirme al agua tantos minutos, que una vez más, debí recurrir a mis pesadumbres de la niñez y pensar, que si estaba ahí ,era el momento de hacerlo. Cuando era niña, me costaba tomar decisiones -tanto como ahora, si soy sincera – y podía quedarme parada una hora sobre un trampolín, decidiendo si quería o no botarme a la piscina; al final no lo hacía, porque permitía que el miedo fuera más poderoso que mi voluntad; pero siempre quedaba en mí, una sensación que luego aprendería a llamar: arrepentimiento. Lo importante es que aprendí la lección y por eso ahora, aunque me cueste, me tiro al agua fría, me lanzo desde una colina en parapente y le digo que sí, a un viaje cavernoso como el del día siguiente; pero hasta ahora, íbamos en las cascadas.

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Eran dos pozos, el de arriba, regaba de agua al de abajo por medio de una cascada pequeña, en la que jugábamos con Lina a escurrirnos por las piedras resbalosas; claro, cuando al fin y después de muchos rodeos, gritamos: «tres», y nos lanzamos al agua. Nos aventamos con ropa, los bikinis se había quedado entre la mochila, y las costumbres colombianas son mucho más que recatadas; así que aunque no nos considero del tipo «recatado», a ninguna de las dos, no quisimos entrar en ropa interior. Y, es que aunque se intente salir del molde y ser libre, siempre hay pequeños acuerdos y detalles con nosotros mismos, en los que pensamos cosas tan absurdas, como que entrar en ropa interior no es lo mismo que ponerse un bikini en un río. Chris, un inglés con el que viajábamos, no podía entender que tipo de tara teníamos para entrar al río con ropa, siendo que en la playa, las colombianas no tienen pudor para andar en tanga. Fue difícil de explicarlo porque no parecía haber argumentos que si quiera, nos convencieran a nosotras.

El piso del pozo bajo no podía tocarse, era muy profundo así que de allí se lanzaban algunos niños, y Chris también se aventó a hacerlo; arriba por el contrario, eran aguas poco profundas por la temporada de escasas lluvias; allí, se veía el fondo arenoso bajo el turquesa y el azul profundo cercano a la cascada.

La Tigrera, Chaparral
Esta foto es cortesía de Juan Diego 😉 quellevar.travel

Como La Tigrera está escondida colina abajo, la noche parecía estar llegando; sin embargo era la ubicación, los árboles y las montañas, las que no dejaban colar los rayos solares hacia los pozos. Pues, al salir de allí, el brillo del sol era incandescente así como el azul claro del cielo.

Al salir de la montaña, llegamos al pueblo agotados y con los último rayos del sol pegando en la espalda, entramos a una guarapería, donde evidentemente venden guarapo. Ésta, es una bebida que se elabora a partir de la fermentación, en este caso de la piña y en el lugar, lo mezclaban con cerveza. Se sirve por lo general en una totuma con hielo, de la que todos toman. La bebida perfecta para refrescarnos, tras la larga caminata entre las montañas.

EL TEJO

Los rincones colombianos, son por lo general recovecos inimaginados de una topografía diversa, pero más allá de los accidentes geográficos-¡que bellos accidentes! -, existen hasta deportes que sólo acá se juegan como el turmequé, más conocido como el tejo. La siguiente explicación, es irónicamente para extranjeros: el tejo, consiste en lanzar con la mano a distancia un disco metálico, para hacer estallar una mecha -con pólvora- que se encuentra en una cancha de arcilla. La ironía de esta explicación y de esa noche en Chaparral, es que de manera arrogante intento explicar a los foráneos el deporte del turmequé, cuando fue Chris, el único extranjero del grupo, quien sabía todas la reglas del tejo, como tomarlo y como jugarlo; cuando digo «tomarlo», no sólo me refiero al disco de metal, sino a la bebida que no puede faltar en este juego: la cerveza.

Esa noche, pasamos la vergüenza de ser derrotados en el «deporte nacional», por un extranjero.

LAS CUEVAS DE TULUNÍ

Era muy temprano, tanto, que ni las cocineras del mercado de Chaparral, habían terminado de acomodar sus puestos. Con prisa, para ellas y para nosotros, desayunaron un suculento plato. Yo también lo hice, pero me reservé con el tamal, una receta meramente tolimense de masa de maíz rellena con diferentes carnes, verduras y otros ingredientes, envueltos en hoja de plátano. En repetidas ocasiones, he prescindido de exquisitos platos por ser vegetariana y me limito a huevos con queso y panes, que para mi dieta, también tenían un rico sabor de mercado esa madrugada.

Con el aliento que nos dio el desayuno, acompañado de un vaso de agua de panela con limón helada, nos subimos a un jeep desvencijado para dirigirnos hacia las cuevas. Todos mis compañeros viajeros se fueron en la parte de arriba del auto, sorteando su coxis con los baches de la carretera; yo en cambio, como princesa rodante, me fui junto al conductor intentando no dejarme vencer por el sueño.

Nos detuvimos en medio de la carretera de terracería, y Milton nos guió por una pradera antes de introducirnos en las montañas, atravesando ríos, matorrales y mosquitos.  Entre más caminábamos, el sendero se hacía más fantástico, más solitario, más arduo y la expectativa de llegar a la cuevas estaba más latente que antes. Chaparral_Cuentos_de_Mochila

Siempre me han gustado los caminos que me imponen retos, como subir hasta el hielo de la cordillera en la Sierra Nevada del Cocuy, andar junto a los ríos del parque Cajas en Ecuador y este: atravesar el río que me llegaba a la rodillas, bajar por cerros empedrados donde los escalones eran más altos que mis piernas, y el mejor, pasar un puente colgante sobre un río casi seco. Si, las cuevas me atemorizaban, pero pasar por este puente inesperado siguiendo las instrucciones de Milton, quien gritaba desde la orilla del río «no pisen a la derecha, esa tabla está suelta»… fue mucho mejor; un sorpresivo obstáculo que elevó mi adrenalina y evocó algunas de las razones por las que me gusta viajar: retarme y perder los miedos.

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Bajando por una de tantas pendientes pedregosas, llegamos a la boca de la primera cueva: hacia abajo, veía correr lenta el agua; arriba, formaciones rocosas espléndidas que nos cubrían. No tenía miedo de la oscuridad, de la altura tampoco, ni siquiera de las gigantescas cucarachas imposibles de aplastar, ni de las arañas caminando por las piedras junto a mis manos, que de hecho me deslumbraban por su tamaño. ¿Ya les he dicho que le temo a las mariposas, pero las arañas me encantan?, un sinsentido. Lo que realmente me inquietaba de estas cuevas, era que tuviéramos que bajar hacia ese precipicio y caminar con el agua el cuello.

Finalmente tuvimos que hacerlo; me atrevería a decir que todos sentíamos cierto recelo con el agua dentro de una cueva, porque ninguno se aventó rápidamente, al contrario, esperábamos que algún otro tomara la batuta para calcular los pasos y la profundidad del agua.

Sonará machista aunque prometo que no es esa la intención, pero, los únicos gritos que se escucharon en la cueva fueron los de Lina y los míos; acusaré a la temperatura del agua por causarnos este instante de histeria, pero también diré que fue un canal de expresión para apaciguar los nervios. Por suerte, la histeria desapareció al instante porque tenemos poco de ésta; un grito agudo, fue suficiente para perder el miedo al agua y a lo que allí debajo se escondiera. Además, la cueva parecía una «u», razón por la que las linternas no fueron necesarias, pues la luz natural, nos indicó el camino hacia la salida por el río lleno de mariposas. Una de tantas, se posó sobre la gorra de Diego, momento de emoción colectiva, yo mejor guardé silencio – normal para mi introvertida personalidad –  y seguí buscando arañas.
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Guillermo subió por el río con el agua en los tobillos y nosotros subimos por la rocas; me siento más a gusto rodando y agarrándome de las piedras, que luchando contra la corriente aunque sea leve – esto sólo aplica para las caminatas en el río -.

A cada lado de la serpiente de agua, se levantaban paredes de lajas que parecían construcciones de antiguas civilizaciones; por ahí, volaban también mariposas morpho azul, esas gigantescas, brillantes, que parecen volando en cámara lenta, a las que sólo había visto en Costa Rica. Hace poco una amiga me dijo, que uno se miente asimismo cuando piensa que viajar sólo se hace lejos de casa, pues aquello escondido que está cerca, se pierde de vista y puede ser tan impresionante o más, que lo que está al otro lado del mundo.
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Después de varias horas de camino desde que salimos de Chaparral, llegamos a la última cueva que visitaríamos este viaje. Ya no pensaba en el agua bajo la sombra de las cavernas, pues la primera prueba la había superado, ahora me asustaba el aleteo de los guácharos, las aves nocturnas que viven en la profunda oscuridad de las cuevas.

Uno de mi mayores descubrimientos personales en los viajes, es que hay muchos miedos que no me corresponden; ¿por qué habría de tenerle miedo a un pájaro, sin haberlo siquiera cruzado alguna vez en mi vida?. Con la tendencia a despojarme de temores infundados, entré sin cobardía por el enorme agujero de piedra en la montaña. Podíamos ir por el agua o por las rocas en la cueva; estando allí, preferí bajar al agua aunque me llegara al cuello, ya me parecía divertido. Y de los guácharos, ni hablar, escuchaba sus chirridos haciendo eco en las paredes mientras nos adentrábamos en la oscuridad y sólo estaba a la expectativa, emocionada por perder de vista la luz.

Una vez hicimos un giro en la cueva, todos los sentidos se activaron mientras la vista se durmió; más que miedo, sentía asco de tocar alguna cucaracha pegada a la pared. Anduvimos por el agua y saltando entre piedras, apuntando con las linternas a los bichos de la oscuridad, que, con la luz, se percibían incómodos.

Más adelante y para finalizar el recorrido, entramos por un estrecho de piedra agachándonos; allí, Guillermo propuso apagar cualquier luz artificial y guardar silencio. ¿La sensación? extrañamente placentera. No había absolutamente nada que pudiera verse, más que el infinito negro; no sé si era mi imaginación por la sugestión, o si realmente podía sentir cómo mis pupilas se dilataban buscando la luz. Y el silencio… el silencio humano, porque aún se escuchaban a la distancia los guácharos, es una inquietante manera de sentir la soledad y de escuchar tus enredados pensamientos, que se mueven al compás del aleteo de las noctámbulas aves.

No habiendo más por hacer allí, salimos a sentarnos en el refrescante río y a comer un sancocho de gallina, típico de un domingo colombiano. Si quieren saber a qué sabía este cocido de media docena de ingredientes, pueden leer los post de mis compañeros de viaje, o ir la cuevas de Chaparral, porque yo, somo siempre, terminé comiendo huevo con arroz. Ser vegetariano y viajero, es casi una contradicción.

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Esta no es la foto de la chiva a la que subimos, pero le puede dar una ligera idea de qué se trata
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La última foto del viaje cuando íbamos en la chiva, antes de quedar profundamente dormida de regreso a Bogotá. Gracias Patoneando por compartirla

El final del viaje a Chaparral, fue tan colombiano como todo lo que habíamos visto, bebido, visitado, comido y charlado. A causa del retraso del jeep en el que nos devolveríamos al pueblo, tomamos una chiva; ésta, es un una especie de autobús originalmente colombiano, atiborrado de color y tablas de madera que figuran como asientos. Ahora es fácil ver una chiva para fines turísticos en las ciudades, pero en la que subimos, era tan real como Chaparral.

 

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Natalia Méndez Sarmiento

Natalia Méndez Sarmiento

Voy por el mundo con una mochila al hombro y una libreta recolectando historias, experiencias, sensaciones, conociendo personas, disfrutando paisajes y escribiendo para difundir mi pasión por los viajes.
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8 comentarios en “Las entrañas de Chaparral”

  1. Hermoso viaje, ya extrañaba recibir correos con un nuevo viaje,aiíii como me gustaría que vinieras a República Dominicana específicamente Samana te encantará. . Un saludo

    1. Hola Yismeily
      Que bueno que recibas mis correos y te tomes el tiempo de leer los post!!!! 🙂 me encantaría ir a República Dominicana, haya tantos lugares por conocer en el mundo que nunca sé por donde ir ni empezar jejeje. Espero poder escribir algún día de tu país y conocerlo.
      Saludos!!

  2. Andrés Jaramillo

    Hola. Me encanto tu post. Trabajo con la comunidad de la vereda de TULUNI en un proyecto de turismo rural comunitario. Allí tienen guías, cocina típica y equipos. Es una pena ver que visitan la cuevas de TULUNI y la vereda no se beneficia. De otro lado la comunidad les ofrece los equipos mínimos de seguridad como chaleco salvavidas, casco y linternas frontales. Te invito a que conozcas también las cuevas de copete (ahí en TULUNI) otro poco más de sensaciones. De todos modos gracias por resaltar la belleza chaparraluna. Saludos

    1. Hola Andrés.
      Muchas gracias por leer y comentar. La idea de estos viajes y post junto a Link To Trip, es darle un impulso a los destinos rurales con potencial turístico en Colombia así como Chaparral; si bien la comunidad no se ve beneficiada a corto plazo, la idea es que a largo plazo así sea. También te cuento que con estos viajes de alguna manera estos destinos se van viendo beneficiados, pues como ves, todo lo que conté en el post fue apoyando a la gente del pueblo con el hospedaje, la comida y el guía también era de allá. Esperemos que este proyecto de Link To Trip con blogueros, de frutos y así ustedes los puedan ver. Un saludo!!
      Naty

  3. LUISA Y. CAJAMARCA R.

    Hola Naty. Me parece maravilloso todo lo que dicen de Chaparral, yo soy orgullosamente chaparraluna y muchas partes de las que hablan, lastimosamente no las he visitado, pero cuando vaya por supuesto iré, además me causa curiosidad el árbol del amor, la verdad no tengo idea donde queda, me gustaría que me guiaran para ir con mi esposo. Los helados son maravillosos, no hay comparación. Gracias por tan hermosas fotos que me permiten recordar lo hermoso que es mi pueblo y para que muchas personas más se motiven a visitarlo.

    1. Hola Luisa
      Qué alegría que una chaparraluna lea este artículo y además lo comente. Las coordenadas del árbol del amor no te las podría dar exactas, ya que fue el guía quien nos llevó hasta allá. Eso si te puedo decir que era saliendo por un sendero entre la montaña y pasando un río. Es bellísimo!!! si quieres tener más información puedes entrar al enlace que está al final 🙂 Un abrazo enorme. Saludos

    1. Hola Lora

      Para llegar a la cuevas necesitas un guía, si quieres contactar con Milton pueden llenar el formulario de LinkToTrip que encuentras haciendo clic en la imagen al final del post. Ellos te ayudan con ese tema.

      saludos.
      Naty

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