28 de Septiembre de 2015
Llegó mi cumpleaños número 29 y con este, una noche en un hotel all inclusive en Varadero que pagué hace 3 días. Con la boca llena decía que nunca me quedaría en esos hoteles y que viajar como turista arruina el espíritu aventurero, sin embargo la idea me quedó sonando, desde que Dani, mi amiga viajera me recomendó hacerlo por varias razones. La primera, porque hasta no conocer ¿cómo hacer un juicio?; la segunda, porque hacer algo totalmente diferente en medio de un viaje enriquece y descansa; la tercera, porque las playas más bonitas de Varadero solo están en la zona hotelera, las del centro, las públicas, están sucias; la cuarta, porque mi cumpleaños coincide con mi estadía en Cuba y los primeros 6 días fueron una lucha para vivir a lo cubano y no a lo turista y porque simplemente se fueron sumando pretextos para poder justificarme ante una acción, como si existiera un mandamiento mochilero que prohibiera una noche en un hotel 4 estrellas por 70 dólares.
La mañana empezó como un aislamiento de Cuba en Cuba, desde que una van con aire acondicionado pasó por mí en el lobby de un hotel 5 estrellas en el casco antiguo de La Habana. Entré a otra dimensión no solo apartada de la realidad cubana sino de mi vida, era un mosco gordo, verde y feo en la leche más blanca y pasteurizada, estaba despojada de mí. En la van, iba una especie de guía – animador, quien se sorprendió de una única y pequeña mochila como equipaje que llevaba, “señorita, o usted se quiere quedar a vivir en Cuba o es la primera muchacha que conozco descomplicada”, le sonreí, porque sé que tan complicada es mi mente y como juega en mi contra, aunque dos camisetas y un short para 17 días aparenten lo contrario. Al subir, me topé con personas nacidas mucho antes de los 60´s, mujeres bien arregladas con maquillaje y joyas pero intentando conservar un estilo deportivo y relajado, y hombres canosos que de seguro tenían una camada de nietos, con relojes más grandes que su muñeca brillando al ritmo de sus movimientos, además, ni una sola pareja que hablara una pizca de español. Ya no era un mosco, era como un pedazo de moco pegado en un espejo inmaculado.
Nos dirigimos en un recorrido de 3 horas desde La Habana a Varadero, el joven animador, no se calló un solo minuto pero no dijo mucho, indicó un par de lugares de interés y el resto del tiempo se dedicó a hacer chistes con picante latino que tal vez solo yo pude entender, no le arrancó una sonrisa a ninguna de las personas que allí se encontraban.
Todos los pasajeros nos dirigíamos a diferentes hoteles, el primero en el que la van paró, fue Brisas del Caribe dónde me esperaba una recepcionista en el mostrador con una gran sonrisa. Como llegué a las doce del día, pensé que no podría utilizar inmediatamente la habitación, pero en pocos minutos hice el check in y me invitaron a seguir por el pasillo hasta la puerta 202, acompañada del botones que a medio camino se aburrió y me dejó, porque no tenía mucho por cargar.
Una televisión más grande que yo con 3 canales aprobados por el gobierno, equipo de sonido, aire acondicionado, cama king size, caja de seguridad, tina, agua caliente, shampoo en tarritos diminutos y ¡toallas limpias! mi felicidad porque por peso y espacio mi toalla es un pareo que no me seca pero termina empapado. ¡Ah sí! y un secador de pelo. Como no tenía idea que hacer con tanto, me dediqué a lo obvio, actuar como Macaulay Culkin perdido en un hotel de Nueva York. Comencé por llenar la bañera, pero no fui capaz de hacerlo hasta el tope pensando en lo difícil que era conseguir agua potable en La Habana, después, con la tina a 1/4 de su capacidad, supuse que el tarrito al lado del shampoo, era el menjurje adecuado para crear espuma en el agua, imagino que elegí el correcto porque burbujas comenzaron a jugar con mis pies unos segundos después, más tarde y con más tarde me refiero a 3 minutos metida en la tina, me aburrí, ¡soy muy mochilera para esto!. Me pregunto ¿qué es lo que hacen las personas en la tina?, ¿por qué les gusta?
Con dolor, de verdad, con arrepentimiento, descargué el agua haciendo cuentas de cuantos días la hubiese podido beber yo o algún cubano con sed, me sequé con tres toallas, una para la cara, otra para el cuerpo y otra para el pelo, ¿por qué?, porque podía. Este all inclusive me hizo entender la ilógica lógica de algunos derrochadores ¿por qué lo haces?, “porque puedo”. Ante la decepción de la tina, la emoción de las toallas y el absurdo desocupe de un día en el que solo pedía y me daban, me di el “lujo” de utilizar el secador de pelo, nunca me peino, muy pocos de estos aparatos han pasado por mi cabellera, pero simplemente sentí que tenía que aprovechar cada objeto insulso que estuviese a mi alcance. ¡Soy muy mochilera para esto!
Las veces que jugué con la llave de la habitación que era una tarjeta son incontables, el hotel parecía de hace 30 años porque, 4 estrellas y all inclusive, pero seguía estando en Cuba. Sin embargo, como jamás había entrado a un hotel de este tipo, todo era para mí entretenimiento, incluso la tarjetica que además abría la caja de seguridad. Si hubiera tenido una de esas cajas en El Salvador, ¿estaría en mi cumpleaños 29 en Varadero?, o ¿aplicaría el efecto mariposa y la existencia de una caja fuerte hubiese cambiado mi destino?
Preguntas existenciales y divagaciones me rondaron la cabeza que caldeaba al calor del secador, pero no venía a Varadero propiamente a jugar en el baño de un hotel, sino a conocer el mar “más hermoso del mundo”, así lo llaman, ese era el regalo de cumpleaños para una obsesiva por las playas y el atardecer.
A pocos metros de la habitación, una piscina de tamaño descomunal me invitó a entrar, pero si tenía al frente el Caribe ¿para qué una piscina?, no me provocó, seguí caminando y más allá de los arbolitos enanos y las espigadas palmeras, tras pasar el puente de madera junto al bar, estaba la famosa playa con la arrogante razón para serlo. Arena como harina blanca y un océano parecido a una pileta, calmo, de mareas inexistentes, pando y cristalino a tal punto que el fondo arenoso podía verse a la distancia. Contrario a lo obvio, corrí en sentido opuesto a la playa, en búsqueda de una toalla y de paso un almuerzo previo para evitar interrupciones en mi romance con el mar.
Entré así al restaurante tipo buffet (o échele lo que quepa en el plato) a ingerir un banquete que deseaba con ahínco desde tiempos colombianos, es decir hace más de un año. Me serví todo tipo de verduras, arroces, frutas y helado de chocolate acompañado de una tajada de pastel, era lo que pagaba con 70 dólares, los mismos que no alcanzaron para comprar tranquilidad, reforzando mi idea que el dinero solo sirve para adquirir innocuos objetos materiales y está muy lejos de poder comprar meros cachitos de felicidad. Un mesero, que en su niñez debió haber tenido como mascota tal vez un tiranosaurio, me sirvió una cerveza en la copa vacía de la mesa y elaboró para mí en una servilleta una rosa que me regaló, le sonreí, era un viejo que bien podría ser mi abuelo y le agradecí por su amabilidad. Haciendo conjeturas debí hacerlo de una manera tan amorosa porque tan tierno fue el anciano, que se confundió y creyó que le estaba coqueteando, me tomó de la mano y me pidió que fuera su esposa, no sin antes conocernos en la cama del hotel, claro.
Salí del restaurante con la barriga llena, el corazón contento, la mente en el viejo libidinoso y el alma en la paradisíaca playa cubana. Al pisarla de nuevo, el brillo del agua y de la arena fue de tal esplendor, que hasta los ojos tuve que entrecerrar. No sabía hacia dónde ir, qué hacer, cómo disfrutarlo, el espectáculo natural era tal que me abrumaba la idea de perdérmelo un segundo. Me senté en un camastro (¡soy muy mochilera para esto!), y no alcancé a despojarme de la camiseta cuando llegó un “negro hermoso” (como bien sabe decirles Dani a estos hombres despampanantes) y me invitó a un paseo en catamarán también incluido.
Primero, ¿qué es un catamarán?, me explicó entonces que era el navío de velas que estaba a pocos metros del camastro y que podría enseñarme a navegar. Jamás lo había hecho, así que me pareció la oportunidad perfecta para intentarlo, me subí a las telas para sentarme y él comenzó a dirigir el catamarán hacia aguas menos llamativas. El nombre del hombre era Henry, en un principio se mostró muy amable y respetuoso lo que agradecí inmensamente, porque huir de una escena en medio del océano era mucho más complicado que en las calles de La Habana, sin embargo la felicidad duró unos minutos porque Henry quiso “enseñarme” a navegar dirigiendo mis manos con las suyas y abrazándome para ver el cielo. Cuando la secuencia cambió de tonalidad, le pedí que nos devolviéramos y como condición me dijo que lo haría pero si salía con él en la tarde o, que a mí me tocaría regresar a tierra con lo poco que me había enseñado.
Naturalmente intenté huir con el poder de las palabras y las súplicas al cielo o quien me escuchara, porque nadar contra la corriente a mar abierto me parecía una pésima idea. No sabía si sonreír y seguir el juego para regresar pronto y luego escapar, o si ser clara y fuerte esperando su reacción. Opté por la primera logrando así regresar de tan incómodo viaje y antes siquiera de llegar a la orilla, me despedí y me boté al mar pando y cristalino en el que ya podía nadar. No quise salir de allí después por dos cosas, la primera porque Henry esperaba ansioso en la orilla mi regreso y la segunda era porque la temperatura del agua caribeña en Cuba es tan perfecta, que simplemente provoca quedarse horas flotando y mirando el cielo. Sin embargo, una tormenta se avecinaba y comenzaron a caer los primeros rayos, advirtiendo que era hora de salir del agua hacia lugares más protegidos.
Me fui hacia el lobby esperando que la lluvia refrescante del ambiente, se calmara por completo. Soplaba un viento fuerte que movía las palmeras haciéndolas bailar al ritmo del contrabajo de un cubano en guayabera que intentaba animar a los huéspedes, fue un grato momento, un pequeño regalo de la naturaleza, pero apareció en la escena de nuevo el intenso navegante, ya el fuego estaba encendido, pero no el de la pasión entre él y yo, sino el de la ira. Traté de ser amable y tener una amena conversación, hasta que dijo las palabras mágicas “puedes ir a mi casa y luego vamos a bailar, no tengo novia” y remató diciendo, “y si tú tienes, pues lo que pasa en Cuba se queda en Cuba.” ¿Cómo decirlo?… lo mandé a ahogarse al más perfecto océano. El hombre se ofendió, me dijo que el 99.999999% (literalmente dijo esa cifra) de las mujeres no reaccionaba así, que todas querían bailar con él, lo invitaban a la habitación y le daban la comida que podían sacar del restaurante. Creo que estoy sintiendo una repulsión severa por el género masculino en esta isla, lo cual necesito curar. ¿Algún hombre que no quiera irse a la cama conmigo?, ¿un hermanito en el camino?
Ya la tarde no volvió a tener el brillo del sol, la tormenta terminó, la lluvia amainó, pero el cielo permaneció grisáceo justo para un café en el bar y para descubrir que habían dejado un pastel de cumpleaños en mi habitación, quién sabe a quién le conté de mi natalicio. Volví a jugar a la turista durante un par de horas en la tina y con el secador de pelo, me arreglé, era mi cumpleaños y quería sentirme y verme bien, no para alguien, solo para mí. Esperé con ansiedad la hora de la comida y me dirigí al restaurante con mi pastel de vainilla, para preguntar a la recepcionista si era posible repartirlo entre sus compañeros porque para mí sola era gigante y no quería que se echara a perder. Con ese objetivo, caminé por el pasillo y me topé al botones a quien le hice la pregunta del pastel y le sugerí que lo repartiera entre sus compañeros. Su respuesta fue inadmisible, “mami, ya con tu azúcar estoy empalagado, te invito a una cerveza en tu habitación esta noche”…
No reaccioné, ya no reaccionaba, en cambio de aprender a responder ante tales palabras, me fui acostumbrando pero llenándome de rabia. Me dirigí respirando hondo al café y le comenté al barista la situación del cake (así le llaman en Cuba al pastel), ¿cómo terminó la conversación?, “¡Tú eres bien especial colombiana, que tortura no poder irme contigo a tu habitación y mostrarte como lo hacemos los cubanos!” ¿En serio?, ¿es en serio?, ¿los empleados del hotel también? Me abrumé, no daba crédito a lo que escuchaba, con cara de asombro, fastidio y un poco de asco, dejé el pastel sobre la barra y salí a respirar bajo una luna de película.
Frente a la puerta del hotel, había unas sillas colgantes, llamativas para unas horas de escritura en completa soledad. En esas, un canadiense me preguntó si yo sabría cómo se hacía el arroba en la computadora del hotel. Le expliqué pero me dijo que su novia lo esperaba, que si podía explicarle a ella. Me levanté de mi placentera silla y les ayudé, todo parecía normal. Al cabo de un rato volvió el hombre, Russian o algo así era su nombre y me dijo que si podía charlar conmigo sobre Cuba mientras esperaba a la novia que se encontraba a unos pocos metros de nosotros tras un vidrio. Acepté, idiota, inocente o no sé cómo denominarme, ¡pero estaba con la novia!, ¡parecía un tipo normal! como aquellos que conozco en los hostales y con quienes converso acerca de viajes sin otras pretensiones. Pero pasado el tiempo y aunque la novia seguía cerca, me invitó a una charla no muy convencional en la playa a las 12 de la noche y me ofreció una cerveza. Al escuchar mi clara negativa y mis ganas de levantarme de la silla, decidió entonces a la fuerza intentar darme un beso.
Me levanté y boté en sus pies un vaso de refresco que estaba tomando, estaba enfurecida, con ganas de llorar, gritar, desaparecer. Vine hacia el cuarto donde ahora escribo estas palabras y el tipo me persiguió sin que me diera cuenta, el último grito suyo que escuché es que podía pagarme por sexo, luego comenzó a tocar la puerta de mi habitación que tiré como un grito de auxilio, me llamaba Juliana porque así le inventé que era mi nombre y me pedía que saliera hasta que se aburrió, tal vez se fue, no lo sé.
Esto es un infierno, es un maldito infierno, no tengo comunicación, no hay manera de llamar a nadie, incluso no puedo hablar con la recepción para pedir ayuda. Son las 5 de la mañana y no pude dormir en toda la noche, no me atreví a apagar la luz y llevo el repelente en spray en la mano y un cuchillo de cocina que siempre cargo. Me venció Cuba, es demasiado para viajar sola, los hombres aquí me ven como un objeto sexual y muchos extranjeros vienen buscando mujeres porque eso, como habanos, les venden en las calles. La chica argentina a la que le pedí consejos de Cuba tenía razón, me dijo que venir sola era una pésima idea. Hermoso e increíble les pareció Cuba a todos mis amigos que vinieron en pareja ¿por qué para mí no es así? Por eso mis anfitriones me preguntaban por qué venía sola. Creí que era una obsesión machista (también lo es) o el miedo a la soledad, pero es la cultura, mujer sola = mujer necesitada y disponible.
Me he derrumbado, necesito compañía, ya no quiero estar acá, han sido 7 días de luchar contra mí, obligándome a no escuchar, con los 7 sentidos abiertos esquivando a enfermos en las calles de La Habana que invaden mi espacio, ignorando mal llamados piropos cada uno más vulgar que el anterior, resistiendo miradas carnales, evitando hablar, desconfiando del mundo, odiando al mundo. Este fue mi límite, si tuviera ahora internet cambiaría la fecha de mi vuelo, me iría mañana si pudiera, mañana buscaré cómo irme de acá.
Hoy, 28 de septiembre, mi cumpleaños, en un all inclusive de Varadero, fue el peor día de este diario de Cuba, tal vez el último porque tengo miedo. No me quiero arriesgar a más y no sé cómo evitarlo, no sé cómo vivir sin hablarle a nadie 10 días, cómo ponerme un caparazón, siento que tiento al destino sólo por quedarme, me llamarán cobarde o de plano imposibilitada para disfrutar la vida como viene, yo lo llamaré prudencia. No he disfrutado a plenitud mi estadía en las playas más bellas del mundo, ni en el país que a todos fascina y quieren regresar, ya con eso me doy cuenta que aquí no debo estar.
Este post corresponde a una serie de 17 escritos de Cuba, uno por cada día que estuve en la isla. Para leer el día ocho puedes seguir este enlace: Día 8 . Báncatela