La metamorfosis de las costumbres rutinarias de Ricardo y su familia, comenzó por un tomate. Una mañana cerca de Choachí sobre las montañas orientales de Bogotá, en una finca con una huerta que surtía alimento a los miembros de una familia campesina, enviaron los padres a su pequeña hija a recolectar un tomate para el desayuno. Al cabo de las horas, comenzaron a enfermar rápidamente y fueron diagnosticados con una intoxicación. ¿Por qué?, ¿si el alimento diario era de su propia huerta? Investigando llegaron al núcleo del asunto. Ellos sembraban, si, pero también utilizaban químicos nocivos para el ser humano – sin saberlo- , con el fin de mantener alejadas las plagas. Desde aquel día, decidieron que no podían volverse a poner en riesgo, y que su alimento debía ser producido de manera orgánica.
Así que Ricardo, un hombre curioso y emprendedor, se dio a la tarea de buscar la forma de seguir produciendo el alimento en su finca, pero sin afectar la salud de su familia ni de sus compradores. Sin grandes conocimientos pero con mucha actitud y esfuerzo, investigó a través de internet, y asistió a algunos talleres cuando las lecturas fueron insuficientes, para lograr convertir una finca familiar, en una granja autosustentable con sus manos y ayudado por su familia.
La historia la conocí, porque fui invitada una mañana a esta granja junto con otros compañeros viajeros, quienes tomamos un pequeño autobús desde el centro de Bogotá hacia los cerros orientales. El camino, empezó con un paisaje de fachadas coloridas y esbozadas con murales, junto a una carretera empinada, este, se fue transformando con los kilómetros recorridos, en una montaña de colinas verdes bajo al cielo opaco, al que apenas acariciaba los primeros rayos de sol de la mañana.
Caminamos desde la carretera hasta la granja por una vía con pocos autos, pero con alegres caminantes ajenos a la excursión. Apenas escuchó nuestros pasos y el sonido de un drone, que llevaba un compañero para sobrevolar el campo, salió Ricardo con una sonrisa y una pregunta, ¿qué era aquello que retumbaba en el cielo?, ¿sería acaso un enjambre invadiendo su hogar? No, era más bien una herramienta útil para ver desde el cielo su proyecto. Nos presentamos e inmediatamente nos llevó al comedor de su restaurante, para una charla previa a la caminata por la granja. Ofreció a todos, un vaso de agua de panela exquisita que ni teniendo la receta es posible replicar, y unos bizcochos de arroz con un sabor campesino incomparable, que me recordaron la época en que visitábamos a la familia de mi abuelito en el campo.
El recorrido comenzó un rato después sobre un puente de madera, de esos en los que provoca tomarse una y tantas fotografías. Allí nos detuvimos, justo sobre el letrero de la granja, para que Ricardo nos contara acerca del nombre difícil de pronunciar, sobre todo si no hay un vínculo con Colombia. El nombre es Derracamandaca, que en estas tierras hace referencia a algo que es tan bueno, que no puede denominarse tan sencillamente. Y no es para menos, después del recorrido de dos horas que hicimos, no sólo creo que la granja deba adquirir este nombre, sino que podría ser un adjetivo para Ricardo y su familia.
Al terminar los escalones del puente, llegamos a una colombianísima futura cancha de turmequé – deporte nacional que no tiene cabida para su explicación en este post-. Desde allí, nos comenzó a mostrar la cadena elíptica en la que está convirtiendo su granja, con el objetivo de hacerla auto sustentable y vivir en armonía con la naturaleza. La manera de lograrlo, es utilizando tecnologías limpias a partir de procesos orgánicos, de reutilización y de reciclaje, aplicándolo a los grandes sistemas pero también a los pequeños detalles, como la señalética, elaborada con trozos de madera sobrante y grabado.
El zigzagueante camino verde, nos condujo por diversas zonas en las que hicimos paradas, para entender el funcionamiento de la granja como un todo integral. Para empezar a captar la dinámica de la naturaleza, nos mostraron las truchas al inicio del recorrido. Éstas, son alimentadas por insectos atraídos por luz, que es generada gracias al movimiento del agua, que a su vez es el hábitat de las mismas truchas. Cada detalle que nos mostraron me pareció sorprendente, todos los seres vivientes e inertes de la granja, cumplen una función colaborativa que determina el buen funcionamiento de otro ser y del sistema.
Así como con las truchas, Ricardo se ingenió otras maneras de reducir el impacto al ambiente mientras sostiene a su familia. Por ejemplo, riega la proteína para los animales, con agua reutilizada de riegos anteriores; sus cultivos para el consumo humano, no son rociados con pesticidas convencionales, sino con sustratos de otras plantas que ahuyentan determinadas plagas; los animales, son una de sus fuentes de alimento, y estos a su vez son alimentados de manera saludable con los productos orgánicos que allí se producen. Uno de los sistemas que más impresionó, fue el uso del excremento de los animales que crían allí, para la reproducción de los gusanos que alimentan a las truchas y para generar metano, gas con el cocinan y calientan el agua para el baño. Esta, fue una de las tecnologías más difíciles de implementar para Ricardo, pero tras frustrados intentos no se rindió, y nos enseñó el biodigestor que construyó, con una demostración incluida de ramas secas ardiendo, gracias a la combustión del metano.
Al finalizar las demostraciones grandiosas de cómo el ser humano puede vivir y beneficiarse de la naturaleza, sin destruir el medio ambiente, y de visitar a los animales como ovejas, cuyes, vacas, cerdos, pollos, y otros más diminutos pero necesarios para el equilibrio natural, llegamos a un sendero aromático de variadas hierbas y frutos, que ya me sonaban para un almuerzo delicioso; sobre todo, aquellas moritas negras que me hicieron agua la boca con solo verlas. El sol nos acompañó durante toda la jornada, aunque rogáramos por una temporada de lluvia tras la larga sequía que agobia al país. Para refrescarnos, al final de la granja Ricardo nos llevó a un pozo de agua helada que baja directamente de la montaña, y cae a este por una cascada sublime.
Volvimos hacia el restaurante en cuestión de minutos, tras dos horas de caminata. En mi caso, quedé sorprendida por el ingenio de este hombre que en pocos años cambió su estilo de vida, intentando también inspirar y enseñar a los demás. Nos sirvieron un almuerzo suculento con productos orgánicos de la granja. Aunque todos comieron ajiaco con pollo, a mí por ser vegetariana me sirvieron una crema de ahuyama, acompañada de vegetales y arroz, y un jugo de mora, digno de la huerta por la que habíamos pasado en el sendero verde junto a la quebrada.
El día en la granja terminó bien entrada la tarde. Compramos algunos productos orgánicos antes de partir, en mi caso, un yogurt de mora natural y unas rosquillas de arroz que acabamos en mi casa de un santiamén, y nos dirigimos con los destellos de la tarde, de regreso a la Bogotá lluviosa.
Esta granja es sin duda, Derracamandaca.