Tres Vistas de Granada

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Los lugares no son por su existencia, sino por la manera en que subjetivamente los percibimos. Esas variadas impresiones dependen de todo y con todo me refiero al clima, la compañía, el estado de ánimo, el propósito, el tiempo y demás incidencias de la vida, algunas planeadas pero en su mayoría sorpresivas. Granada en Nicaragua, conocida por ser la ciudad más antigua del país y una de las primeras del continente americano, también por su cercanía al Lago Nicaragua o Cocibolca que parece un océano de agua dulce por su magnitud, su fauna y en especial las grandes olas que pude experimentar en mi viaje hacia la Isla de Ometepe, me regaló la oportunidad de visitarla varias veces, o mejor, mis arrebatos me llevaron en más de una ocasión por sus calles, pudiendo así percibirla de contradictorias maneras.

UN DESTELLO DE GRANADA
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Mi primer vistazo a Granada fue una noche en la que no tenía planeado visitar Granada. Isadora, una mexicana con quien hicimos empatía por un fugaz episodio de discriminación en el autobús de Costa Rica a Nicaragua, me invitó a ir hacia la ciudad esa noche para acompañarnos en la oscuridad y la confusión de un nuevo destino. Yo sin pensarlo accedí, primero porque no tenía una clara proyección de la ciudad donde pasaría la noche en Nicaragua, y segundo, porque si hay algo que no me gusta de llegar a un lugar nuevo es hacerlo en horas de la sombría noche, porque me atrapa la zozobra de lo que haré si no hay un alma a quien pedirle información en las calles.

El autobús nos dejó en medio de una calle desolada y con poca luz. Caminamos con prisa hacia el centro buscando un hospedaje, no íbamos solas, estábamos también con Juan, un argentino con el mismo trazado que yo en su mente. Con la emoción de estar en otro país, uno que no había pisado antes aunque no fuera mi intención quedarme allí, intenté vislumbrar la arquitectura prometedora de maravillosas fotografías, en especial una vieja catedral, inmensa, intimidante, atiborrada de recovecos, sucia y con la pintura descascarada que nos detuvo por un momento antes que la paranoia nos empujara hacia la luz.

Tras varias vueltas, encontramos un hostal donde pudimos bajar la guardia y darnos cuenta que no éramos los únicos caminantes foráneos de Granada. Para ese momento ya estaba perdida, necesité un pequeño mapa para ubicarme pero aun así, si me daban media vuelta, perdía el sentido del espacio y la dirección. Luego de bañarnos y entrar en calma, salimos a comer a la plaza frente a la Catedral de Granada, imponente por su color amarillo y tamaño descomunal, que a diferencia del resto de la ciudad, no tiene más de dos siglos de haber sido construida.

Esa noche hizo frío, el viento soplaba muy fuerte y el sonido de las palmeras que cubrían las mesas al aire libre, acompañaron la más reciente historia de amor de Juan, quien necesitó desahogar su pena con dos pares de oídos femeninos.

Penumbra y ansiedad fueron el primer vistazo de Granada, apenas vislumbro un vago recuerdo en aquella ocasión de sus calles y sus formas. Quedé con la sensación de no haber estado en la ciudad, fue como un sueño de horas que se esfumó y lo dejé como un pendiente regresar, para responder a la incógnita del por qué es una de las ciudades más turísticas de Nicaragua. Al día siguiente a las 6 de la mañana, caminamos con Juan a toda prisa por una calle que él odiaba, había decenas de lo que parecían hormiguitas llegando a trabajar poniendo sus puestos de frutas y verduras, por su reacción ante el mercado, me di cuenta que tal vez Granada no era tan peligroso como él lo quiso pintar desde la noche anterior, eran solo unos sentidos diferentes a los míos percibiendo la ciudad. Tomamos un chicken bus (autobús agringado, viejo y colorido) que Juan también odió y estuvo pendiente que no me sucediera nada, aunque yo me fui incómodamente plácida entre apretujones y empujones, para llegar a Rivas y regresar a Costa Rica.

GRANADA ARREBATA Y “DESTINENCIAL”

La segunda vez que fui a Granada tampoco pensaba visitar Granada. Estaba en San Juan del Sur buscando la Pulpería de Lucita y esquivando las pretensiones amorosas de un salvadoreño quien en dos horas de conocerme, ya me estaba prometiendo la luna y las estrellas. Me decía con seguridad: “debes estar cansada que todos te digan lo mismo, pero si tú me lo pides, te juro que voy contigo hasta el fin del mundo, soy un hombre diferente, yo si te quiero de verdad”, con la suavidad y ternura que me caracteriza (sarcasmo), lo mandé a ahogarse en la bahía de San Juan bajo la luz de la luna y me resguardé en mi habitación. Abrí mi computadora para pescar novedades y tenía el mensaje de un amigo aguardando mi respuesta. “Flaca… ¿vamos mañana a la Laguna de Apoyo?” (Si van a Granada, Masaya o alrededores no se pierdan esta laguna incrustada entre montañas)
Granada_Cuentos_De_Mochila_7A pesar del intenso salvadoreño, me sentía a gusto en San Juan del Sur y no tenía planeado partir pronto de allí. Al día siguiente, sin haber concretado un lugar exacto de encuentro y demás pormenores de una cita con mi amigo, salí a recorrer las calles del pueblo costero en búsqueda de historias y fotografías, pero con la ambivalencia rondando en mi cabeza de tomar o no mi mochila y partir hacia la conocida y al mismo tiempo desconocida Granada. Entonces, sucedió una de esas cosas que me ayuda a tomar decisiones intuyendo señales que tal vez no lo sean. Atravesé una calle y casi al oído un tipo me comenzó a gritar “linda, ¿para Granada?, salgo en cinco minutos”. Le sonreí al chofer y le dije que me esperara porque iba por mi mochila, entré al hostal, me despedí de mi compañero argentino de habitación quien se sorprendió de mi arrebato y hui del salvadoreño montándome al chicken bus.

¡Llegué a Granada de día! lo cual cambió drásticamente  la vista. Era un lugar colorido, repleto de turistas anglo parlantes, y caliente en extremo como una gran parte de Nicaragua, la nueva percepción estaba lejos de ese recuerdo frío y oscuro de aquella noche. La plaza en la que meses antes había comido un sándwich con Isadora y Juan en el único restaurante abierto, estaba ahora lleno de pobres caballos arrastrando carrozas para los más perezosos, de cafés y restaurantes, de puestos con comida callejera y vida en las calles, turistas, vendedores, cambistas y hombres, muchos hombres gritando babosadas a las mujeres que pasaban cerca.

Cargada y sin rumbo definido, entré a un café con wifi donde me cobraron la módica suma de 4 USD por una insulsa limonada, (en dólares porque es tan turístico, que los precios no estaban en córdobas ni el menú en español). Me descargué y revisé mi correo esperando la respuesta de mi amigo; no solo recuerdo muy bien el precio de la limonada por su exageración, sino porque los pagué con la única intensión de acceder al wifi y encontrar su respuesta, como no la había, me disgusté por no decirlo de otra manera con él, con el café y con el chofer por darme falsas señales. Mientras me comía hasta el último hielo enlimonado y amargo por mi actitud, esquivé a un nicaragüense quien desde una mesa esquinera me gritó en repetidas ocasiones “Hi, beauty, are you alone?” -NO, no estoy sola, estoy esperando a mi esposo-. Luego le contaría a mi amigo que utilicé su nombre para aniquilar ilusiones nicaragüenses. El hombre insistente me dijo que si mi esposo me había dejado “solita” en ese café era porque no me quería, pero que él podría invitarme a un vino y mostrarme como es un hombre de verdad. ¡Ay Nicaragua! me confundo al recordarte, no sé si fue o no una buena experiencia.
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Con la memoria que no pensé que tenía de Granada, salí huyendo otra vez y encontré el hostal en el que me había hospedado con Juan e Isadora, sin embargo no me llamó entrar, quería un encuentro nuevo con Granada, busqué entonces en los alrededores y encontré Amigos de la Casa Roja, un hospedaje que solo por su nombre y su silencio llamó mi atención. Con el refugio nocturno asegurado y sin más espera de señales y mensajes, agarré mi cámara fotográfica y salí a mirar de otra forma a Granada.

En principio caminé por donde todos andan, la calzada peatonal que va desde la plaza principal hasta una ruta que lleva a un malecón en el Lago Nicaragua. Me topé por esta senda con la típica ciudad colonial que atesora un encanto entre sus casas rústicas, solares inmensos que pueden verse a través de las ventanas, calles empedradas, angostas y difíciles de caminar y con los cafés. Cómo me gustan estos lugares para parar, pensar, encontrarme o encontrar a alguien, relajarme y tomarme una reconfortante bebida. Sin entrar, inspeccioné los posibles cafés candidatos a una tarde de escritura, música y chocolate, antes de seguir mi camino al malecón y estacionarme durante varios minutos allí.

Tengo una obsesión con muelles, malecones y piedras, o en general con cualquier cosa que me invite a sentarme y contemplar. No fue el malecón la vista más agradable del Lago Nicaragua, ni el lugar más llamativo de Granada, pero el sol brillando en el agua y el sonido de las olas, me invitaron a disfrutar sentada mi imprevista visita a la ciudad colonial.

La tarde comenzó a caer y para mí, es el llamado a regresar al hostal cuando estoy sola y en un lugar que aún desconozco, comencé caminando de nuevo la calzada y me prometí que al día siguiente buscaría los rincones menos visitados y daría una vuelta más extensa que me mostrara una tercera cara de la ciudad. Coincidencia o no, destino o no, a medio camino un impulso mochilero de andar por senderos menos turísticos, me llevó a doblar la calle y soltar la calzada segura y fotografiable. Comencé a doblar esquinas y a querer perderme intencionalmente hasta toparme con alguna sorpresa, quería sorprenderme con una casa, una calle, un café, una librería, un museo del chocolate, una pared de colores, un billete en el piso, una persona sonriente, lo que fuera, pero quería una sorpresa. De tanto doblar calles y desear sorpresas, llegué a una que tenía como estandarte un letrero de café internet, no era la sorpresa que esperaba pero aun así caminé hacia allí haciendo caso a una fuerza imperceptible pero luego entendible que me dirigió hacia ese lugar. Teniéndolo al frente, pensé en entrar para buscar de nuevo una respuesta de mi amigo pero me devolví, intuí que si el destino nos quería encontrar lo haría sin necesidad de internet. Di la espalda para seguir en mi doblaje de muros y calles, sin embargo el instinto me hizo girar de nuevo en dirección al internet, y Granada se convirtió entonces en la ciudad de las coincidencias en las que no creo, porque son más bien “destinencias”. Allí, sentado respondiendo entre otras cosas a mi mensaje, estaba él, mi amigo.
Granada_Cuentos_De_Mochila_2Tras el programado pero inesperado encuentro, ya no serían solo dos vistas de Granada sino tres, porque la compañía le dio otra tonalidad a las calles sombrías de la primera vez y las coloridas y coloniales de la segunda. Ahora recuerdo la ciudad e inevitablemente me topo con los días brillantes que duró nuestro reencuentro y con el Café de los Sueños, tanto deseaba encontrar un café para pasar alguna tarde, que no lo tuve que buscar, mi amigo conocía a la dueña del lugar perfecto para sentarse por una reconfortante taza de café o una refrescante agua de Jamaica. Aquel fue mi pequeño refugio de tardes y noches junto a Malena (la dueña), riéndonos a la luz de las velas con unas copas de vino y compartiendo historias. Con la compañía de ellos dos, di por terminada mi exploración individual porque conocían la ciudad, así que me dejé dirigir caminando y en bicicleta por calles de paredes descascaradas y poco habitadas lejos de la zona turística, para descubrir ese algo de la ambigüedad existente de las ciudades más visitadas, entre la realidad de sus habitantes y la colorida fantasía construida para turistas.

En mi segunda visita a Granada, el universo confabuló para que mi recuerdo de la ciudad tuviese un fulgor aún más poderoso, que  la pintura amarilla de la Catedral y los reflejos del sol en el Lago Cocibolca.

SUFICIENTE DE GRANADA

Granada_Cuentos_De_Mochila_3Luego de las “destinencias” que me regalaron gratos momentos, partí de Granada hacia la Isla de Ometepe. Pensé en ese momento que ya nunca volvería y mejor aprovecharía el tiempo conociendo un poco de la geografía nicaragüense. Sin embargo, el encuentro en Ometepe con antiguos compañeros de viaje que no conocían Granada y hacia allá se dirigían, me invitó a regresar por tercera vez. Mi último recuerdo había sido tan milimétricamente perfecto, que deseaba no cambiar esa percepción y poder mirar hacia atrás sin una pizca de algún abrumador recuerdo. Aun así, me embarqué de nuevo prometiéndome que sería la última vez.

La tercera o tal vez cuarta vista de la ciudad, si cuento la diferencia entre caminarla sola y en compañía, fue un antónimo a mis recuerdos deslumbrantes. Se quedó atrás la exploración de museos de chocolate, los cafés para reposar el alma, las fotografías coloridas de viejas paredes, el malecón de brillos sobre el lago, los paseos en bici al anochecer y los reencuentros planeados por el destino. Me convertí en esa ocasión en la guía mochilera para mis compañeros, “allí pueden almorzar barato, allí pueden dormir, allí pueden vender artesanías…” Se volvió durante varios días una costumbre la ambigüedad entre la calzada y los rincones escondidos, El Café de los Sueños dejó de ser mi refugio y mis palabras diarias pasaron a ser: “te lo dije, los hombres no te dejan caminar por la calle sin cohibirte y los turistas no quieren comprar artesanías, vámonos”.

No quería que terminara así, por eso no deseaba volver. Los lugares no son por su existencia, sino por la manera en que subjetivamente los percibimos. Esas variadas impresiones dependen de todo y con todo me refiero… ¿repetí el comienzo de este relato? Es una metáfora a mis visitas a Granada, tal vez la primera vez la frase se percibió de una manera y al final, aunque fuera la misma, de otra forma tal vez desconcertante o simplemente repetitiva.

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Natalia Méndez Sarmiento

Natalia Méndez Sarmiento

Voy por el mundo con una mochila al hombro y una libreta recolectando historias, experiencias, sensaciones, conociendo personas, disfrutando paisajes y escribiendo para difundir mi pasión por los viajes.
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